La actividad normativa de la OIT
en la era de la mundialización
Memoria del Director General
Oficina Internacional del Trabajo Ginebra
INDICE
II. Normas más específicas para conseguir un mayor impacto
A. Elección de los temas de forma más selectiva
1. Una gama de posibilidades más amplia
2. Criterios de selección más rigurosos: la búsqueda de un mayor valor agregado normativo
B. La elección de la forma de los instrumentos:
un mayor recurso a las recomendaciones
El problema del cuestionario
El procedimiento de enmienda
Guía para la correcta redacción de instrumentos
Desde la última Memoria del Director General de la OIT sobre la actividad normativa de la Organización, presentada hace trece años, el contexto económico, político y social en que se enmarca esta actividad ha sufrido, sin duda alguna, la mayor transformación que haya podido presenciar nuestra Organización. La caída del muro de Berlín marcó el fin del enfrentamiento ideológico bipolar en que la Organización Internacional del Trabajo dio sus primeros pasos y que, al decir de algunos cínicos, constituía la principal razón de su existencia, mientras que la desaparición del sistema de economía planificada precipitó el advenimiento de un mercado de envergadura mundial, a cuyas leyes, promesas y riesgos está expuesto hoy el mundo entero.
Ya tuve la oportunidad de referirme a ciertos aspectos del impacto que estas transformaciones han tenido sobre la actividad y la función normativas de la OIT en la Memoria intitulada «Preservar los valores, promover el cambio», presentada a la Conferencia con motivo de la conmemoración del 75.o aniversario de la OIT. Considero, no obstante, que es el momento propicio para abordar esta cuestión de manera más sistemática, con la perspectiva que se nos ofrece al correr del tiempo. Hay tres consideraciones principales que me confirman en esta creencia. En primer lugar, en la resolución sobre el 75.o aniversario de la OIT y su orientación futura, adoptada en 1994, la Conferencia pedía que se le mantuviera informada acerca del resultado del examen de las propuestas del Director General tendientes a revitalizar más la OIT, adaptando sus medios de acción al cambiante mundo actual. La manera en que han avanzado desde entonces las ideas justifica plenamente que se atienda a este requerimiento. En segundo lugar, los incidentes que se produjeron el año pasado durante la discusión del Convenio sobre el trabajo a domicilio corroboraron la existencia de una fisura en el amplio consenso con que ha contado siempre en la OIT la actividad normativa, de la cual no podría prescindir la Organización. Por último, y paralelamente, los innumerables comentarios halagüeños que mereció recientemente la actividad normativa de la OIT tanto con motivo de la Cumbre de Copenhague como de la Conferencia Ministerial de Singapur, sin olvidar la Cumbre del Grupo de los Siete sobre el empleo, celebrada en Lille, ni a la OCDE, pusieron de manifiesto las esperanzas y el interés renovados que todos han depositado en la actividad normativa de la OIT y, por ende, la responsabilidad histórica que nos incumbe de actuar sin más tardanza para no truncar tantas expectativas.
Si bien esta Memoria sigue los mismos lineamientos que la presentada con motivo del 75.o aniversario de la OIT, no es mi propósito pasar revista a todos los acontecimientos que se han producido desde entonces, salvo para evocar brevemente las dos obras de importancia capital iniciadas en 1994. La primera se refiere a las dimensiones sociales de la liberalización del comercio internacional, tema sobre el que me extenderé en la primera parte. En el plano normativo, esta obra permitió poner en evidencia la especial significación de los derechos fundamentales de los trabajadores en el marco de la liberalización del comercio internacional y de la mundialización de la economía. Bajo el impulso dado por el Grupo de Trabajo instituido por el Consejo de Administración con el fin de examinar esta cuestión, así como por la Comisión de Cuestiones Jurídicas y Normas Internacionales del Trabajo, del Consejo de Administración, se sometieron a estudio varias fórmulas concretas encaminadas a fortalecer la aplicación universal de estos principios. La segunda obra se refiere a la revisión y actualización del cuerpo normativo, que es motivo de legítimo orgullo para la OIT. Se han hecho grandes progresos en este sentido. Uno de los primeros logros alcanzados es el presentado a la reunión de la Conferencia de este año en forma de propuesta de enmienda constitucional que tiene por objeto facultar a la Conferencia para derogar los convenios que juzgue obsoletos.
Las consideraciones que se exponen en los párrafos siguientes tienen, esencialmente, la finalidad de profundizar el examen sistemático de los retos pero también de las oportunidades sin precedentes que las transformaciones del entorno internacional auguran para el porvenir de la actividad normativa de la OIT y, de manera más específica, para la elaboración de nuevas normas.
Recordábamos ya en 1994 que las normas de la OIT no constituyen un fin en sí mismas. Son uno de los medios -- sin duda el más importante -- de que dispone la Organización para alcanzar sus objetivos y hacer tangibles los valores que se enuncian en su Constitución y en la Declaración de Filadelfia. Estos valores son la dignidad de la persona humana y, en particular, la afirmación de esta dignidad en el trabajo y por el trabajo, principalmente por medio de la afirmación solemne del principio de que el trabajo no es una mercancía. Así, sería ilógico pretender renovar y fortalecer el consenso respecto a la actividad normativa de la OIT sin antes considerar el impacto que tendrá el nuevo entorno internacional tanto en los actores del progreso social a quienes van destinadas las nuevas normas como en los valores que por su intermedio se canalizan. Convendría aclarar en unas breves palabras la naturaleza de este doble impacto.
Comencemos por los actores. La actividad normativa se supone que se ejerce mediante la intervención obligada, cuando no exclusiva, de los Estados Miembros. Pero, si bien el complejo fenómeno de la interdependencia económica que han generado el intercambio de bienes y servicios y la circulación de capitales -- resumido por razones de comodidad en la expresión «mundialización de la economía» -- requiere, al parecer, una acción global y universal, este fenómeno afecta, bajo la presión de una enconada competencia internacional, la capacidad de los Estados de actuar como intermediarios, función que supuestamente deberían desempeñar a tenor de lo dispuesto en la Constitución de la OIT.
Como confirma el examen de las respuestas al cuestionario de evaluación de los efectos de la mundialización de la economía y la liberalización del comercio en el logro de los objetivos sociales de la OIT, distribuido a petición del Grupo de Trabajo del Consejo de Administración, la mundialización ha llevado a muchos Estados a emprender cierto número de reformas legislativas para poder hacer frente en mejores condiciones a la competencia internacional. Aunque este hecho no se desprenda tan claramente de las respuestas, parece probable que la disminución relativa del número de ratificaciones de convenios puede, al menos en ciertos casos, haberse debido en estas circunstancias a una cierta reticencia a suscribir obligaciones internacionales a largo plazo.
La mundialización puede inhibir de manera más indirecta la aptitud de los Estados para asumir su papel de intervención en la medida en que favorece la constitución, ampliación o fortalecimiento de bloques económicos dotados de ciertas competencias autónomas. Cuando alcanzan cierto grado de integración, tales bloques se encuentran prácticamente en una situación análoga a la de los Estados federales, al menos en lo que se refiere a las perspectivas de ratificación de los nuevos convenios.
La mundialización saca por último a escena a nuevos actores procedentes de la sociedad civil, además de los copartícipes no gubernamentales de la OIT, que plantean de forma totalmente independiente sus propias exigencias normativas frente a las de los Estados, y en cierta manera en competencia con estas últimas.
A nivel mundial, la interpenetración de las economías parece en todo caso hacer más urgente la necesidad de proceder a elecciones y arbitrajes difíciles y, por ende, hace más atractiva la tentación de no intervenir, cuando no la de desreglamentar. En este contexto, la OIT corre el peligro de verse cada vez más confrontada a la necesidad de elegir y tal vez hasta de formularse preguntas acerca de la prioridad que debe concederse a objetivos respecto de los cuales los textos fundamentales no establecen ninguna jerarquía. Baste citar como ejemplo la Declaración de Filadelfia que, en su punto III, a), proclama la obligación de la Organización de fomentar programas que permitan «lograr el pleno empleo y la elevación del nivel de vida» y preconiza la extensión de las medidas de seguridad social. Enfrentada al debate sobre los vínculos que entrelazan el desempleo, la creación de empleos y las garantías de estabilidad en el empleo reconocidas a los trabajadores, la actividad normativa de la OIT difícilmente puede, si quiere conservar su credibilidad y su pertinencia, limitarse a considerar como algo definitivo que todos esos objetivos pueden perseguirse simultáneamente. Debe demostrarlo con pruebas en mano o, llegado el caso, proponer un orden de prioridades.
Pasemos ahora a los valores. Está claro que la expresión de los valores de la OIT no se ha fijado de manera inamovible. La propia naturaleza de lo que nos rodea y la evolución de los imperativos tecnológicos o de las mentalidades imponen a veces la necesidad de dar una nueva interpretación a esos valores. El problema que plantean la mundialización de la economía y la porosidad de las estructuras estatales tiene una envergadura completamente distinta, pues afecta hasta a la noción de justicia social propiamente dicha o, en todo caso, a algunos de sus postulados sustanciales, como el principio de «salario igual por un trabajo de igual valor» que se consagra en términos absolutos en el Preámbulo de la Constitución. Se sobreentiende -- aunque en este caso la Constitución no se aparta de la actitud adoptada por la mayoría de los filósofos que tratan de renovar este concepto y darle un carácter más práctico -- que la justicia social debe ejercerse en el marco de cada Estado, supuestamente democrático. La mundialización de la economía rompe los límites de este marco de referencia, pues, ante todo, favorece las comparaciones entre trabajadores de un mismo grupo industrial o de un mismo oficio en todo el mundo, y ya no tan sólo en el interior de un mismo país. A medida que se van agudizando las desigualdades en los países desarrollados, podría suceder que este principio se presente más como una amenaza que como una promesa. Nada prueba, claro está, que la mundialización de la economía sea la causa directa de estas desigualdades. Respecto a este punto remito al lector al último informe sobre El empleo en el mundo(1) . Dejando de lado las divergencias de interpretación que dividen a los especialistas, debe reconocerse que muy probablemente la opinión pública seguirá percibiendo en gran medida que este fenómeno muestra la tendencia inevitable a una nivelación por lo bajo de la remuneración laboral que se pagará por trabajos de (escasa) calificación idéntica, en un mercado donde las mercancías y los capitales pueden circular libremente.
Si bien la mundialización de la economía obliga a replantearse los conceptos y los valores fundamentales de la actividad normativa y a establecer con exactitud su sentido y su pertinencia, infunde también de manera insidiosa y más radical dudas sobre la preponderancia de estos valores. La desaparición de la bipolarización ideológica, social y política, combinada a la mundialización de la economía, entraña una nueva «Weltanschauung», es decir, una nueva visión del mundo, que encuentra en este movimiento su propia justificación y su propio fin. Debido a una curiosa ironía de la historia, el futuro radiante que se espera no sería ya el marcado por el fin de la lucha de clases coronada finalmente por la disminución del papel del Estado, sino más bien el que resultaría cuando el Estado se viera despojado de sus prerrogativas económicas y sociales en beneficio de una sociedad civil mundial animada meramente por las leyes del racionalismo económico, que se erigiera en única garantía de una prosperidad futura cuyas promesas deberían bastar para hacer olvidar la dura realidad del presente. Esta nueva fase de la ideología del progreso que, como las precedentes, afirma de manera rotunda la superioridad de la humanidad en marcha frente a los hombres de carne y hueso, podría engendrar las mismas desilusiones, pues es sabido que las mismas causas producen los mismos efectos.
¿Logrará la comunidad internacional ahorrarse esas nuevas desilusiones? ¿Sabrá acaso comprender que, aun cuando la mundialización de la economía es un vector probablemente insuperable de la paz y del progreso, no puede quedar librada a su propio devenir? Esto depende en gran parte de nosotros. En efecto, estoy convencido de que los retos a que me he referido ofrecen al mismo tiempo una oportunidad nueva y excepcional a la actividad normativa de la OIT, pues la colocan en el centro mismo de lo que serán las inquietudes del siglo XXI. El brusco impulso que ha tomado la mundialización de la economía, la obsesión que despierta la competitividad y el descuido en que han caído los valores empiezan a suscitar reacciones e interrogaciones saludables, incluso entre los propios artífices de la mundialización de la economía. Así, emitida entre muchas otras, la declaración de uno de los «gurúes» de la finanza(2) tiene más que un simple valor anecdótico. Al denunciar la idea muy difundida según la cual la mundialización de la economía es irreversible, dada la potencia de los mercados financieros, el citado gurú subrayaba en fecha reciente el peligro de que, por tratarse de un fenómeno demasiado rápido y generalizado que no se asienta en bases suficientemente sólidas ni tiene valores lo bastante fuertes como para perdurar, pudiera traer aparejadas muy graves repercusiones. Insistía en sus comentarios en la necesidad de poner freno a una competencia desatada, que no implica necesariamente una mejor distribución de los recursos, y de rescatar ciertos valores fundamentales, comenzando por la justicia social, imposible de preservar en un medio regido por la competencia desenfrenada. Esta declaración concuerda con el principio en que se funda la existencia de la OIT: el trabajo no es una mercancía. Aunque llegara a demostrarse que la explotación del trabajo infantil puede suponer una ventaja económica para quienes la practican, toda conciencia sana debe seguir considerando que esta práctica es repulsiva.
Una preocupación similar se está afianzando entre los responsables de las organizaciones económicas y financieras internacionales. El nuevo Secretario General de la OCDE insistía últimamente en la necesidad de mantenerse atento a las tensiones sociales relacionadas con la mundialización de la economía y, en particular, a las desigualdades salariales que tienden a acentuarse fuertemente, pudiendo poner en peligro la estabilidad social. Esta advertencia parece hacerse eco de la que formulaba hace poco tiempo un observador americano(3) en un análisis alarmista y controvertido pero que, al menos sobre este punto, no admitía réplica: «lo mejor que se podría legar a la próxima generación es la paz social.»
Precisamente tal es la vocación fundamental y permanente de la OIT. Si bien ya no se espera de la Organización que, por medio de la justicia social, garantice la «paz universal» (entendida como la ausencia de conflictos entre Estados) según se establece en el Preámbulo de la Constitución, la OIT conserva hoy más que nunca su razón de ser como garante de la paz social sin la cual no podrían desarrollarse ni tan siquiera sobrevivir tanto el sistema comercial multilateral como el sistema financiero y, en consecuencia, la economía mundializada. A este respecto, no tiene nada de fortuito el hecho de que, contrariamente a lo que suele pensarse, los mercados financieros tienden más bien a volver la espalda a los paraísos del liberalismo a ultranza y a optar por los países que se han dotado de estructuras reglamentarias y están en condiciones de asegurar un crecimiento económico duradero y suficiente para evitar disturbios sociales graves y crisis políticas agudas.
Para estar a la altura de este reto que se le ha lanzado y responder a las expectativas creadas, la OIT debe mostrar que es capaz de distinguir los fines de los medios, y de imprimir a su actividad normativa lo que podría definirse como un salto cualitativo: por un lado, para permitirle trascender los límites que le impone su sujeción a la acción de los Estados, cuando se afirman las realidades transfronterizas de la mundialización de la economía; por otro, para impartir al mismo tiempo a cada Estado por separado orientaciones valiosas y concretas que le ayuden a avanzar con firmeza hacia la consecución de sus objetivos. Este salto cualitativo debería seguir dos direcciones complementarias e interdependientes:
Independientemente de las inevitables polémicas, del carácter a veces repetitivo de los argumentos y de lo que en algún momento pudo parecer un callejón sin salida, el Grupo de Trabajo sobre las Dimensiones Sociales de la Liberalización del Comercio Internacional, instituido por el Consejo de Administración en 1994 después de la Conferencia, ha hecho un aporte inestimable al reunir los elementos que contribuyen a definir el desafío que se plantea a la OIT en relación con la liberalización del comercio y, por ende, a trazar el camino de soluciones útiles y realistas.
Sin ánimo de reabrir esos debates, considero conveniente indicar la conclusión esencial que parece desprenderse a este respecto; me refiero a la interdependencia existente entre la liberalización del comercio y los objetivos de la OIT. La supresión de los obstáculos al comercio internacional constituye, en efecto, la materia prima del progreso social, como implícitamente ha reconocido siempre la OIT, incluso en pleno período de depresión. Pero esa liberalización puede entrañar al mismo tiempo el riesgo, como se nos advierte en el Preámbulo de la Constitución de la OIT, de que la competencia internacional, al inhibir la voluntad de progreso de ciertos Estados Miembros, pueda constituir un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países.
La labor de la OIT es indispensable, por su parte, para la consolidación del sistema comercial multilateral, pero no como pudiera creerse, porque la OIT tenga que mitigar las distorsiones de la competencia que, según algunos, son consecuencia de las diferencias en el nivel de protección, sino simplemente para que las promesas y las esperanzas que suscita este sistema en la opinión pública no se transformen en desilusiones que puedan poner en entredicho su existencia. Cualesquiera que sean las divergencias de parecer en cuanto a las repercusiones de la mundialización desde el punto de vista social, es preciso hacer una observación: el aumento de las restricciones y de las desigualdades que acompaña este proceso crea tensiones o fisuras, de las que casi diariamente se hace eco la prensa de los países desarrollados y que son igualmente cada vez más perceptibles en los países en desarrollo(4) . El movimiento social que ha conmocionado a la República de Corea, un país cuyo progreso económico durante los 20 últimos años ha sido sumamente espectacular, confirma en todo caso que esas dificultades no se limitan a los viejos países industrializados. Además, muchos observadores no han dejado de señalar el paralelismo existente entre ese movimiento -- incluida la importancia que le concedió la opinión pública -- y el que conmovió a Francia un año antes.
Ante tales hechos no se puede excluir que el movimiento de mundialización se vea comprometido y despierte tentaciones de repliegue proteccionista: podría engendrar en particular la tentación de replegarse en torno a agrupaciones económicas regionales suficientemente autónomas desde el punto de vista económico y homogéneas desde el punto de vista social.
Una vez delimitado el desafío, su objetivo concreto se presenta de manera más realista, y resulta relativamente más sencillo definir los medios para alcanzarlo.
Para la Organización Internacional del Trabajo no se trata, evidentemente, de uniformar el nivel de protección social por razones de competencia internacional. Se trata simplemente de asegurar un cierto paralelismo entre el progreso social y el progreso económico que se espera alcanzar como resultado de la liberalización del comercio y de la mundialización de la economía. A la luz de los debates, cabe concluir que deberían cumplirse dos condiciones esenciales e indisociables para asegurar ese paralelismo:
El debate sobre las dimensiones sociales de la liberalización del comercio internacional, entablado a raíz de la Memoria que presenté en 1994, dista de concluir y, como ya he señalado, no tengo la intención de hacer aquí el balance del mismo. No obstante, es importante que la Conferencia, que como es natural y legítimo desea que se le mantenga informada de los resultados, pueda darse cuenta de los progresos realizados al menos en lo que se refiere a la comprensión mutua y al logro de un cierto consenso respecto de un principio absolutamente esencial cuya resonancia llegó hasta Singapur.
En 1994, el «debate» sobre la conveniencia de establecer un posible vínculo entre la liberalización del comercio y la protección de los derechos de los trabajadores adoptó la forma, entre los partidarios y los adversarios de ese vínculo, de acusaciones recíprocas de dumping social y de proteccionismo. En la Memoria que sometí a la Conferencia y en el documento que se presentó después al Consejo de Administración en noviembre del mismo año(5) , me esforcé por demostrar que ese debate no estaba justificado, ya que partía de una premisa más o menos implícita -- pero que no era en modo alguno realista ni se ajustaba a los principios de la OIT -- que presuponía la subordinación de la liberalización del comercio a un cierto grado de uniformidad del nivel de protección social. Las diferencias en cuanto a las condiciones y niveles de protección están en cierta medida vinculadas a las diferencias en los niveles de desarrollo. No se puede privar a los países en desarrollo de las ventajas (relativas o transitorias) que se deriven de esa situación, pues se correría el riesgo de impedirles participar en los beneficios de la mundialización y, por consiguiente, de obstaculizar sus posibilidades de desarrollo social ulterior. La Declaración de Singapur, a la que volveré a referirme, muestra que la aceptación universal de esos principios se ha abierto camino.
No obstante, para que este razonamiento sea válido debe cumplirse una condición esencial: el respeto de ciertas reglas del juego comunes. Esto implica que ciertos derechos fundamentales, sin los cuales no se puede asegurar a los trabajadores la obtención de la parte que les corresponde legítimamente de los frutos del progreso económico generado por la liberalización del comercio, deben ser respetados por todos los copartícipes del sistema comercial multilateral. La lista de esos derechos no parece ya dar lugar a objeciones. Se trata de la libertad sindical y la negociación colectiva, la prohibición del trabajo forzoso, incluido el trabajo infantil, y la no discriminación (especialmente en la forma consagrada por el principio de «salario igual por un trabajo de igual valor» proclamado en la Constitución).
Por esta razón insisto desde 1994 en la importancia particular que reviste, en el contexto de la liberalización del comercio, la garantía de los derechos fundamentales que deben permitir a los interlocutores sociales reivindicar libremente la parte que les corresponde del progreso económico engendrado por la liberalización del comercio.
Esta insistencia tuvo un primer eco fuera de la OIT en la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social celebrada en Copenhague. Al suscribir el compromiso de promover el objetivo del pleno empleo como prioridad básica de las políticas económicas y sociales, y de preparar a todas las mujeres y hombres para conseguir medios de vida seguros y sostenibles mediante el trabajo productivo elegido libremente(6) , los participantes en la Cumbre se mostraron de acuerdo respecto de la necesidad de promover libremente, con este fin, el respeto de los convenios pertinentes de la OIT, en especial los referentes a la abolición del trabajo forzoso y del trabajo infantil, a la libertad sindical, al derecho de sindicación y de negociación colectiva y al principio de no discriminación. En virtud de ese compromiso, pedí a todos los gobiernos que todavía no lo hubieran hecho que indicaran las medidas que tenían previsto adoptar para ratificar -- y aplicar -- los instrumentos pertinentes.
Este empeño se vio recientemente reforzado por un estudio de la OCDE(7) en el que se analiza la repercusión de las normas fundamentales en la postura adoptada por los países interesados frente al comercio internacional. Después de determinar, sobre todo desde el punto de vista teórico, que el respeto de ciertos derechos fundamentales puede estimular el desarrollo y asegurar una distribución de los recursos del trabajo conforme a las exigencias de un mercado libre, el estudio muestra, a partir de un análisis más empírico basado en los efectos de dos de esas normas, que los temores de que el respeto de esos derechos pueda influir de algún modo en la posición competitiva de los países en el contexto de la liberalización carecen de fundamento. Por el contrario, se puede sostener que, a largo plazo, ese respeto podría favorecer el rendimiento económico de todos los países.
El reconocimiento de la significación particular de los derechos fundamentales en el contexto de la liberalización del comercio fue consagrado por última vez de forma destacada en la Declaración Ministerial de Singapur en la que los Ministros de Comercio, a la vez que afirmaron la legitimidad de la ventaja comparativa de los países en desarrollo con salarios bajos, renovaron también expresamente su «compromiso de respetar las normas fundamentales del trabajo internacionalmente reconocidas», y señalaron que la OIT «es el órgano competente para establecer esas normas y ocuparse de ellas»(8) . La pregunta que se plantea es, pues, saber si la OIT puede (y de qué manera) asegurar el respeto de esos derechos fundamentales por todos los copartícipes del sistema comercial multilateral, de acuerdo con la voluntad que éstos manifestaron en Singapur.
Mi respuesta es inequívocamente afirmativa.
Para que esos derechos sean universalmente reconocidos bastaría, en suma, con que el escaso número de copartícipes del sistema comercial multilateral que todavía no lo han hecho ratificasen los convenios internacionales del trabajo pertinentes. El éxito bastante alentador de la campaña de ratificaciones que emprendí en 1995 pone de manifiesto que ese objetivo no está tal vez fuera de nuestro alcance.
La utilización más sistemática -- y tal vez más inventiva -- de los medios de que dispone la OIT, en particular del artículo 19, 5), e), de la Constitución, podría fortalecer de forma considerable esos esfuerzos personales.
Esta disposición ofrece posibilidades de acción sin equivalente en otras organizaciones internacionales. Si bien respeta la prerrogativa que conserva cada Estado de ratificar o no los convenios de la OIT, les somete no obstante a la obligación de informar sobre su legislación y la práctica en lo que respecta a los asuntos tratados en el convenio. El Consejo de Administración puede decidir libremente la frecuencia con la que puede solicitar memorias sobre el particular. Huelga decir que, cuando se trata de convenios que se refieren a derechos considerados fundamentales, el Consejo tiene razones justificadas para solicitar esas memorias con mayor frecuencia; de hecho, ya resolvió actuar de esa forma, a propuesta de la Oficina, al prever que solicitaría la presentación cada cuatro años de memorias relativas a cada uno de esos derechos.
Nada impediría ir aún más lejos. Las memorias de que se trata (o la ausencia de éstas) pueden servir no sólo para alentar a los Estados que todavía no lo han hecho a ratificar dichos convenios, sino que también podrían permitir celebrar discusiones periódicas, detalladas y tripartitas (habida cuenta de los comentarios hechos por las organizaciones de empleadores y de trabajadores) acerca de la situación en que se encuentran los países involucrados en lo que se refiere a esos derechos fundamentales. Para conseguir el impacto deseado, este nuevo enfoque requeriría sin duda alguna la introducción de ciertos ajustes en el procedimiento que se aplica actualmente al conjunto de las memorias presentadas en virtud del artículo 19(9) . En particular, se podría aumentar el papel del Consejo, pero respetando literalmente esta disposición y su objeto.
Si bien esta utilización reforzada del artículo 19 debe permitir poner de relieve la situación en que se encuentran los países que no han ratificado los convenios fundamentales, y hacer posible persuadirles de que tal vez sería preferible que los ratificasen, no puede sin embargo imponerles obligaciones en cuanto al fondo. Para conseguir la aplicación universal de esos derechos, otro planteamiento posible y además totalmente complementario consiste en preguntarse si, aun cuando no se hayan ratificado los convenios pertinentes, el conjunto de los Estados Miembros no están obligados, por el hecho mismo de su adhesión a la Constitución, a los objetivos y a los principios de la OIT, a respetar un mínimo de obligaciones en materia de derechos fundamentales.
Existe ya un precedente en materia de libertad sindical, ya que la OIT ha logrado que se reconozca el valor universal de los principios de la libertad sindical y la necesidad de que todos sus Estados Miembros los respeten.
Basándose principalmente en la afirmación de la libertad sindical consagrada en su Constitución, la OIT ha establecido un procedimiento especial, que completa los mecanismos generales de control de la aplicación de las normas internacionales del trabajo, mediante el cual tanto los gobiernos como las organizaciones de trabajadores y de empleadores pueden presentar quejas contra los Estados por violación de los derechos sindicales, independientemente de que esos Estados hayan ratificado o no los convenios relativos a la libertad sindical. Esas quejas son examinadas por el Comité de Libertad Sindical, un órgano tripartito del Consejo de Administración, presidido por una personalidad independiente. El Comité procede a un examen preliminar de las quejas teniendo en cuenta las observaciones presentadas por los gobiernos. De acuerdo con las circunstancias de cada caso, el Comité puede recomendar al Consejo de Administración que no prosiga el examen del caso, que llame la atención al gobierno interesado sobre las anomalías comprobadas y le invite a tomar medidas adecuadas para remediarlas, o bien que trate de obtener el acuerdo del gobierno interesado para someter el caso a la Comisión de Investigación y de Conciliación en Materia de Libertad Sindical; este último procedimiento es más largo y se utiliza con más circunspección.
Desde su creación en 1951, el Comité ha examinado más de 1.900 casos, lo que le ha permitido elaborar un cuerpo muy completo de principios rectores en materia de libertad sindical y de negociación colectiva(10) basados en las disposiciones de la Constitución de la OIT y de los convenios, recomendaciones y resoluciones sobre el tema. El Comité ha logrado, incluso en opinión de observadores externos, actuar con razonable eficacia(11) .
Cabe preguntarse si este tipo de solución también podría aplicarse a los demás derechos considerados como fundamentales en este contexto. Este es el principal objeto del debate en curso en el Consejo de Administración, en el que se trata esencialmente de dilucidar si la Constitución y la Declaración de Filadelfia son suficientemente explícitas para que pueda considerarse que el respeto de esos derechos fundamentales es inherente a la calidad de Miembro de la OIT, incluso si el Miembro de que se trate no ha suscrito las obligaciones más detalladas que se derivarían de la ratificación de los convenios correspondientes. Para algunos esto exigiría completar y precisar los textos existentes con una declaración que esclareciera de algún modo la Constitución y la Declaración de Filadelfia. Para otros, esa declaración no sería en modo alguno imprescindible, aunque no se oponen necesariamente a la misma.
Sin prejuzgar el resultado de ese debate, y en interés de la propia Conferencia (para la cual esto tiene suma importancia dado que en su momento le incumbirá concretar y ultimar el resultado de dicho debate) considero útil precisar algunos puntos relativos al alcance jurídico y constitucional de tal posibilidad desde la perspectiva del precedente en materia de libertad sindical. Para que esta empresa tenga éxito, me parece importante subrayar que si bien ese precedente es sin duda pertinente por las razones que expuso la Oficina con cierto detalle en noviembre de 1996, el hecho de haber establecido su pertinencia constitucional no implica que pueda aplicarse de manera más o menos automática a los otros derechos fundamentales considerados.
En primer lugar, la demostración de la validez de un precedente sólo sirve de base constitucional para poder actuar; por lo tanto, sigue siendo absolutamente necesario adoptar una decisión política para transformar esa posibilidad en acción. Esta necesidad resulta aún más evidente si se tiene en cuenta que la competencia de la Organización para actuar -- que se deriva de la existencia de una base constitucional -- no la obliga a actuar de la misma forma con respecto a cada uno de los principios fundamentales considerados (como es sabido, además, se han expresado ciertas reticencias en cuanto a la conveniencia de actuar en la esfera sin duda muy importante, pero inmensa y proteica a la vez, de la discriminación). Es preciso, pues, adoptar una decisión al respecto; esta decisión, sea cual sea su denominación o su forma, deberá reflejar la voluntad del mayor número posible de mandantes de la OIT. En lugar de proseguir el debate jurídico sobre la pertinencia del precedente de la libertad sindical, considero que es el momento propicio para tratar de definir las líneas generales de una acción relativa a la promoción de los demás derechos humanos fundamentales, de tal manera que esa acción pueda contar con una amplia adhesión, ya que ello será imprescindible para asegurar la credibilidad y el impulso necesarios a una empresa tan fundamental para el porvenir de la Organización.
En segundo lugar, tal decisión es indispensable para delimitar los derechos que se deben proteger, en función de las particularidades de cada uno de ellos. Me parece conveniente insistir en particular en que el Consejo y la Conferencia decidieron basar el procedimiento relativo a la protección de la libertad sindical en los Convenios núms. 87 y 98 y también en el Preámbulo de la Constitución de la OIT porque consideraron que esto era totalmente natural y lógico en ese contexto. En efecto, esa decisión se justificaba plenamente según el punto de vista inicial que dio origen al procedimiento actual de la Comisión de Investigación y Conciliación, y que suponía de todas maneras el consentimiento de los Estados. Por otra parte, esos convenios acababan de adoptarse y sólo contenían principios simples que esclarecían aparentemente de manera bastante sucinta el enunciado de los principios constitucionales.
Esos argumentos no son necesariamente aplicables en el caso de los otros derechos fundamentales. Contrariamente a lo que ocurre con el Convenio sobre la libertad sindical, en el que los principios o reglas aplicables están enunciados en términos que pueden calificarse de intemporales, los otros convenios pueden estar muy influidos por un determinado contexto, como en el caso del trabajo forzoso, o bien, como ocurre en relación con el trabajo infantil, pueden prever un mecanismo complejo destinado a alcanzar el objetivo propuesto -- en este caso la edad mínima para la admisión al empleo -- por etapas. En cambio, la formulación de una declaración o de cualquier otro texto de carácter solemne podría permitirnos delimitar a partir de los convenios los aspectos esenciales, reconocidos universalmente, del derecho fundamental, sin correr el riesgo de que pueda parecer que se pone en entredicho el convenio correspondiente o de llegar a menoscabarlo.
En tercer lugar, el hecho de no seguir al pie de la letra el precedente de la libertad sindical no puede considerarse en modo alguno como una regresión. Debería quedar bien sentado a este respecto que cualquier posible extensión no puede en ningún caso poner en entredicho lo que se ha realizado en materia de libertad sindical, ya que se trata de completar los mecanismos existentes, y no de sustituirlos. Huelga decir que este asunto sólo se presentará a la Conferencia cuando haya tomado cuerpo en el Consejo de Administración la voluntad política sobre la adopción de una decisión ya suficientemente perfilada.
Una vez definidos el fundamento y el objeto de las obligaciones inherentes a la calidad de Miembro, se deberían especificar, por último, las modalidades de seguimiento y de aplicación. No es necesario, insisto, imitar los procedimientos adoptados en materia de libertad sindical, aunque éstos constituyen un punto de referencia y aportan una experiencia útil e interesante. De hecho, corresponderá al Consejo de Administración, y después a la Conferencia, definir el procedimiento que mejor se adapte a la protección de los derechos fundamentales que se consideran, una vez definidos sus límites, aprovechando lo más posible los mecanismos ya establecidos y teniendo en cuenta todas las contingencias logísticas y financieras del caso. De ser necesario, el mecanismo de seguimiento podría incorporarse a la decisión que se adopte -- cualquiera que sea su denominación o la forma que revista -- con miras a establecer el principio y las modalidades generales de la protección de esos derechos y obligaciones fundamentales tal como se ha hecho, hasta cierto punto, en materia de libertad sindical.
B. EL IMPULSO INSTITUCIONAL DE LA DINAMICA DEL PROGRESO SOCIAL
La importancia que acaba de atribuirse a la significación particular de los derechos fundamentales en el contexto de la mundialización no debe prestarse a equívocos. Si bien la garantía de esos derechos fundamentales representa una condición sine qua non para que pueda haber un progreso social «autosostenido», esa condición no puede considerarse suficiente. No basta con que los Estados se pongan de acuerdo sobre las reglas del juego; deben además participar activamente en ese «juego» para asegurarse de que el avance de la liberalización vaya acompañado de medidas en el plano social y, en particular, de la aplicación de las normas de la OIT. Hay muchos otros derechos que, aunque no pueden calificarse de «fundamentales» (en el sentido de que su aplicación se considere prioritaria), revisten igualmente una importancia esencial e incluso vital para los trabajadores (por ejemplo, ciertas medidas de seguridad y salud en el trabajo cuya ausencia podría costar graves pérdidas de vidas humanas). El progreso y la transferencia de tecnología, que son el corolario de la liberalización del comercio como consecuencia de la reubicación de la producción, deberían pues de manera imperativa acompañarse con una legislación nacional en materia de seguridad, a fin de que no se produzca un fenómeno de «transferencia de los riesgos», al que se hizo referencia en particular cuando se formuló la Declaración tripartita de principios sobre las empresas multinacionales y la política social.
De manera más general, me parece importante destacar de nuevo que la liberalización del comercio y el progreso social deberían ser indisociables. Para asegurar la solidez del sistema comercial multilateral -- cuyo mantenimiento es esencial para garantizar el progreso social por medio de las riquezas que dicho sistema permite producir -- es preciso probar que sus promesas no son vanas ni ilusorias y que sus frutos no se distribuyen de manera demasiado inequitable. El problema que se plantea no es, como he venido repitiendo desde el comienzo de este debate, imponer desde el exterior una reglamentación uniforme. Se trata, más bien, de que cada Miembro se esfuerce por actuar, según sus posibilidades, en consulta con los interlocutores sociales, y de que la realidad de esos esfuerzos pueda observarse objetivamente a escala internacional.
Se alegará sin duda que el sistema constitucional de la OIT debería ya responder a ese objetivo puesto que la Constitución obliga, de hecho, a cada Miembro a someter a la autoridad competente, por lo general el Parlamento, cualquier nuevo convenio o recomendación en un plazo de 12 a 18 meses a partir de la fecha de su adopción. Por otra parte, los instrumentos deben elaborarse teniendo en cuenta las posibilidades de cada país. Así, cualquier Miembro que quiera cumplir de buena fe con sus obligaciones ha de poder aplicar las normas de la OIT de manera progresiva, de acuerdo con sus posibilidades.
Es cierto, en efecto, que durante mucho tiempo este sistema parecía asegurar indirectamente que el desarrollo social fuera a la par con el desarrollo de la economía y el comercio. Si bien, antes de la segunda guerra mundial, la decepción experimentada con respecto a la ratificación de los convenios más delicados desde el punto de vista de la competencia internacional hizo a veces dudar de su valía, las circunstancias imperantes en la posguerra, bajo la estela de la reforma constitucional de 1946, eclipsaron ese debate y favorecieron durante más de 30 años una especie de «círculo virtuoso» del progreso social. Durante ese período, el crecimiento económico permitía a los países industrializados, sólidamente instalados en su avance tecnológico, mostrarse generosos, y el debate ideológico alimentaba cierta rivalidad entre los países de los dos campos, que querían dar prueba de su superioridad social incluso por medio de las ratificaciones. Se podría decir que hasta la descolonización contribuyó a esta situación dado que el reconocimiento por los países sucesores de las ratificaciones suscritas por las antiguas potencias coloniales multiplicó el número de las ratificaciones registradas.
Este concurso excepcional de circunstancias es algo que, sin embargo, ha quedado muy atrás. El cambio del contexto político y económico ha mostrado los límites de ese sistema. El advenimiento de una competencia más voraz, y sobre todo del fenómeno de reubicación de la producción, ha podido dar la impresión de que los niveles de protección social elevados podían convertirse en una desventaja competitiva. A esto se han sumado otros hechos, a los que aludí en la introducción, que parecen indicar un estancamiento del progreso, al menos por lo que respecta a una manifestación relativamente tangible del mismo como es la ratificación de nuevos convenios. En efecto, si bien no se puede dejar de reconocer que la liberalización del comercio y la mundialización de la economía han contribuido a mejorar visiblemente la situación material de un gran número de trabajadores en todo el mundo, no es seguro en cambio que esas mejoras, que a menudo son espontáneas, beneficien a todos de manera razonablemente equitativa. Frente a esta situación, es indudable que el papel que debe desempeñar la OIT consiste ante todo en mejorar la comprensión de la realidad para reforzar así la incipiente toma de conciencia de que el progreso y la justicia social -- además de tener méritos intrínsecos -- pueden constituir una buena inversión para fomentar la estabilidad y la competitividad de la economía a largo plazo. Los estudios por país y los diversos proyectos de investigación que están en curso actualmente deberían contribuir a lograrlo.
Desde el punto de vista institucional y normativo que nos interesa aquí, se trata de saber más precisamente si la OIT -- sin apartarse de la naturaleza intrínseca de su acción, de carácter voluntario e incitativo -- dispone de los medios institucionales necesarios para impulsar y apreciar de manera más directa y sistemática los esfuerzos que despliegan los Estados para que los beneficios de la mundialización redunden en un progreso social tangible (independientemente de que esto se traduzca o no en la ratificación de convenios), permitiendo con ello que la opinión pública aprecie objetivamente las repercusiones positivas de la mundialización en el plano social. Por mi parte, estoy convencido de que, a condición de hacer ciertos ajustes, las posibilidades del actual sistema constitucional de la OIT distan mucho de haberse agotado.
A este respecto, se deben investigar dos tipos de acción diferentes: uno de ellos consistiría en estimular directamente los esfuerzos desplegados por los Estados por medio de un sistema de acompañamiento y de fomento mutuo de esos esfuerzos. El otro estribaría en alentarles indirectamente recurriendo a la movilización de los actores no gubernamentales.
1. Mediante un mecanismo de emulación entre los Estados
El sistema constitucional de la OIT puede calificarse de «vertical» porque trata de promover los esfuerzos que realizan por separado cada uno de los Miembros de esta Organización para alcanzar sus objetivos. Como procuraré demostrar en la segunda parte, aún no se han explotado de manera sistemática todas las posibilidades extraordinarias que ofrece en ese sentido. Mediante un mejor seguimiento de las recomendaciones, debería ser posible también apreciar mejor los progresos realizados en cada Estado de acuerdo con otros criterios además del número de convenios ratificados. Parece inevitable, sin embargo, que la visión que esos diversos mecanismos dejan entrever siga siendo relativamente fragmentaria puesto que no muestran un panorama «horizontal» del conjunto de los esfuerzos desplegados en el que se tenga en cuenta el aumento de las posibilidades (o desventajas) resultante del proceso de mundialización durante un determinado período. Cabe preguntarse, por consiguiente, si no sería posible orientar, dirigir e incluso evaluar esos esfuerzos individuales de manera más directa y global por medio de un sistema de acompañamiento y fomento mutuo en función de las posibilidades específicas de cada caso. Para responder a esta pregunta, es preciso examinar tres aspectos: los principios que podrían servir de guía; el mandato que tendría la OIT para asegurar el seguimiento de las medidas que se tomen, y el tipo de instrumento jurídico que resultaría apropiado.
a) ¿Qué principios habría que seguir?
La primera pregunta que se plantea es saber si, haciendo abstracción del principio sin duda indiscutible de que los Miembros de la OIT deben promover dentro de sus posibilidades el progreso social, la Organización puede plantear principios o métodos útiles para llegar al resultado deseado, sin tomar decisiones ni proceder a arbitrajes que, salvo en lo que atañe a garantizar el respeto de los derechos fundamentales, deben seguir siendo de la incumbencia de cada uno de esos Miembros. La evolución de las discusiones en la OIT y en otros foros debería permitir establecer algunos principios comunes relativamente sencillos.
El primero, que ha sido reafirmado por los Ministros de Comercio en Singapur, es que la ventaja comparativa vinculada a un cierto nivel de remuneración o de protección social es legítima, sobre todo en la medida en que constituye un factor de crecimiento económico y, por ende, de progreso social. Ahora bien, este principio requeriría, a mi juicio, el corolario siguiente: la ventaja comparativa no debería mantenerse de manera artificial, como un mero instrumento de conquista de mercados, en detrimento del progreso social; de lo contrario, perdería totalmente su legitimidad.
El segundo principio consistiría en reconocer que si bien la elección de las esferas de actividad y de las prioridades sociales a las que deberán destinarse los beneficios resultantes del crecimiento y la prosperidad engendrados por la mundialización depende de las preferencias de cada nación, hay no obstante un «programa mínimo» que cada país debería esforzarse por llevar a cabo. Durante las discusiones celebradas recientemente en el Consejo de Administración, se ha hecho varias veces referencia en relación con esto al antiguo artículo 41 de la Constitución (artículo 427 del Tratado de Versalles) conocido por el nombre de «cláusulas obreras». Además de reconocer ciertos derechos fundamentales, en esas cláusulas se enumeran varios objetivos esenciales (por ejemplo, en materia de salarios, de duración del trabajo y de descanso semanal) que aunque no son «completos ni definitivos» podrían, «si son adoptados por las comunidades industriales [...] y se mantienen intactos en la práctica, mediante un cuerpo adecuado de inspectores, producir incalculables beneficios para los asalariados de todo el mundo»(12) . Aunque el enunciado de los derechos fundamentales que figura en esa disposición ha quedado eclipsado por la Declaración de Filadelfia y la evolución ulterior, esos objetivos esenciales de progreso siguen siendo en gran medida válidos. Además, dado que esa disposición se suprimió del texto de la Constitución sin que haya sido formalmente derogada(13) , podría ser fácilmente «reactivada» por la Conferencia.
El tercer principio consiste en que, más allá de ese «programa mínimo», todos los trabajadores de un país dado, y no sólo los que producen para el mercado mundial, deberían poder beneficiarse de manera equitativa de los frutos de la mundialización. No se trata en absoluto de un principio irrealizable o sin base objetiva. La manera de llevarlo a cabo se derivaría con toda naturalidad y de forma muy práctica del enfoque tripartito propio de la OIT. Partiendo de que la determinación de las prioridades y el contenido específicos del progreso social seguirá dependiendo de las circunstancias de cada nación, el modo de determinarlas debería lógicamente concretarse mediante consultas entre los interlocutores sociales acerca de la utilización de los beneficios resultantes de la mundialización y la distribución de sus costos como una prolongación del espíritu de la Recomendación sobre la consulta (ramas de actividad económica y ámbito nacional), 1960 (núm. 113), del Convenio sobre la consulta tripartita (normas internacionales del trabajo), 1976 (núm. 144), y de la Recomendación sobre la consulta tripartita (actividades de la Organización Internacional del Trabajo), 1976 (núm. 152).
Para reforzar la eficacia de ese sistema, se debería añadir sin duda una segunda consideración. Como muestra la experiencia, los principios mejor aceptados en una organización se dejan a veces de lado en otras. En consecuencia, no estaría de más completar el enunciado de los principios y medios que se acaban de evocar recordando a los Miembros de la OIT que cuando participan en otros foros internacionales, y especialmente en los económicos y financieros, siguen estando vinculados por las obligaciones que suscribieron al adherirse a la OIT.
b) ¿En virtud de qué mandato habría que actuar?
Para que dichos principios y métodos puedan reactivar de manera efectiva la emulación del progreso social, y para que la opinión pública internacional pueda darse cuenta objetivamente de que las promesas de la liberalización y de la mundialización de la economía no son un señuelo, tendrían que poder ser objeto de algún tipo de seguimiento. Ahora bien, cabe preguntarse si una actividad de esa índole formaría parte del mandato de la OIT, en particular porque sus Miembros deberían aceptar el principio de un examen global y recíproco de sus esfuerzos en relación con los beneficios resultantes del proceso de mundialización de la economía.
Una vez más, la respuesta es sin duda afirmativa. Cabe observar primeramente que la Declaración de Filadelfia no sólo prevé un mandato muy amplio que autoriza a la OIT a juzgar las medidas de carácter económico y financiero adoptadas en los ámbitos nacional e internacional con relación a sus propios objetivos, sino que le obliga a fomentar, entre todos sus Miembros, la ejecución de programas que hagan posible «en materia de salarios y ganancias y de horas y otras condiciones de trabajo... garantizar a todos una justa distribución de los frutos del progreso». Además, al aceptar el compromiso de obrar de buena fe para conseguir el logro de sus objetivos, los Miembros de la OIT han reconocido la necesaria interdependencia de sus esfuerzos y, por consiguiente, un cierto derecho de fiscalización recíproca. El famoso considerando del Preámbulo de la Constitución según el cual «si cualquier nación no adoptare un régimen de trabajo realmente humano, esta omisión constituiría un obstáculo a los esfuerzos de otras naciones que deseen mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países» debe interpretarse en este sentido. Esto no sólo supone la existencia de una economía mundial abierta, sino que esa apertura exige asimismo que todos los que participan en ella se ajusten a las reglas del juego en aras del progreso social. Si bien es cierto que no tendría sentido condicionar la apertura de los mercados a criterios sociales, ya que ésta es en gran medida una especie de requisito previo del progreso social, sería igualmente contradictorio reivindicar el acceso al mercado del conjunto de los copartícipes en nombre del progreso social y pretender al mismo tiempo que no se tienen cuentas que rendir a ese respecto.
c) ¿Cuál sería el instrumento apropiado?
La tercera pregunta que se plantea es la relativa al tipo de instrumento que podría adoptarse para la aplicación de esos principios. Habida cuenta del amplio cometido que tiene la Organización, tal como se ha indicado, ese instrumento podría revestir la forma de una declaración o de una carta solemne adoptada por la Conferencia, una posibilidad que ya se ha mencionado en relación con los derechos fundamentales, pero podría concebirse igualmente la adopción de un instrumento normativo «clásico» totalmente distinto. A este respecto, cabe hacer referencia al Convenio sobre política social (normas y objetivos básicos), 1962 (núm. 117), que, sin poder considerarse como un modelo(14) , constituye sin duda un precedente. Su finalidad sería similar a la del texto aquí considerado puesto que tendía, en el momento en que muchas de las antiguas colonias accedían a la independencia, a fijar directivas y prioridades de acción en la esfera específica de la política social. La adopción de un instrumento en forma de convenio, que en su día se consideró conveniente, no sería la solución más indicada en las circunstancias actuales.
Una recomendación acompañada del mecanismo de seguimiento a que se hará referencia en la segunda parte podría, en cambio, resultar sumamente adecuada para cumplir el objetivo de promoción que se quiere alcanzar. Nada impide, además, que se especifique en el documento el mecanismo de seguimiento que ha de aplicarse. Dicho seguimiento podría consistir, por ejemplo, en la elaboración de un informe periódico por el Director General sobre «el progreso social en el mundo», cuyo examen podría encomendarse, llegado el caso, a una comisión especial de la Conferencia.
2. Mediante la movilización de los actores no gubernamentales
En la Memoria que presenté en 1994 señalé que uno de los dos factores que limitan la acción normativa de la OIT en el contexto de la mundialización era el hecho de que los interlocutores de la OIT son Estados cuya voluntad y capacidad de seguir las orientaciones de la Organización se ven afectadas por la competencia internacional ya que, como se ha observado, el grado de movilidad que han alcanzado los capitales no lo han logrado los trabajadores y, menos aún, los Estados. Si bien los análisis y las sugerencias que preceden deberían contribuir a estimular la voluntad de los Estados, hay que tener en cuenta que el progreso social ya no es una cuestión que incumba exclusivamente a los Estados; en adelante ha de incumbir cada vez más a otros actores, en particular a las empresas de producción y distribución y a los consumidores. Esta evolución da lugar a dos fenómenos, el primero de ellos estrechamente vinculado al segundo. Se trata, por un lado, de la toma de conciencia por parte de las grandes o medianas empresas de las repercusiones sociales o ambientales de su acción y, por otro, de la toma de conciencia por los consumidores y sus organizaciones (sobre todo en los países desarrollados) de la responsabilidad que les incumbe en relación con la protección del medio ambiente y los derechos humanos y que deben tener presente al hacer cualquier opción. Estos dos fenómenos convergentes pueden dar lugar, según los casos, a la adopción de cartas o códigos de conducta destinados a los productores, y a la utilización de «etiquetas» que atesten las condiciones de fabricación de los artículos.
A condición de que no se conviertan en obstáculos técnicos que perturben el comercio, estas medidas voluntarias parecen escapar a las críticas o la censura de que han sido objeto las cláusulas sociales en el contexto de las reglas del comercio multilateral debido a sus connotaciones proteccionistas. En efecto, en este caso se trata simplemente de informar a los consumidores sin tomar decisiones en su lugar(15) . Por lo que se refiere a los principios, el hecho de que los consumidores estén dispuestos a pagar un precio por sus preferencias ambientales o sociales no tiene nada en común con una situación en la que se impondría al consumidor una determinada opción social como resultado de una condicionante que tendría por efecto aumentar el precio de los productos. Para las empresas multinacionales, este tipo de soluciones voluntarias puede constituir un medio para evitar que los legisladores nacionales puedan sentirse un día tentados a obligar a sus filiales a que respeten ciertas reglas de orden público en materia social invocando las consecuencias que la violación de dichas reglas podría tener en su territorio.
Ahora bien, la utilización de esas etiquetas suscita cierta confusión en los países en desarrollo, y a veces incluso el temor de que este tipo de solución descentralizada pueda utilizarse de manera discriminatoria con fines proteccionistas o políticos. Ello explica, al parecer, la inquietud manifestada por ciertos países ante el hecho de que la Oficina ha comenzado a reunir algunos datos sobre el tema. Esa inquietud requiere una aclaración.
Aun siendo cierto que, en principio, los objetivos de este movimiento y los de la OIT son los mismos, la utilización de las etiquetas como medio de acción puede engendrar riesgos de arbitrariedad, de que haya manipulaciones o de una cierta selección según sea el origen de esas etiquetas o los medios que se empleen para llevar a cabo tal acción. Por ejemplo, puede haber riesgos:
Cabe ahora preguntarse si el hecho de que puedan plantearse esos riesgos debe inducir a la OIT a apartarse de ese movimiento o a ignorarlo. Personalmente, tengo la convicción de que hay que hacer precisamente lo contrario, y ello por tres razones.
En primer lugar, porque evidentemente ese movimiento no va a desaparecer por el mero hecho de que la OIT no le preste atención. Por el contrario, cabe pensar que proseguirá mediante todo tipo de iniciativas destinadas a exponer ante el público, una tras otra, las prácticas que susciten mayor reprobación, de las cuales darán luego cuenta los medios de comunicación para aguzar la conciencia o la sensibilidad del público en general y, por consiguiente, de los consumidores. A los riesgos que acabo de enumerar podría añadirse, por lo tanto, el riesgo de que haya una confusión cada vez mayor, porque los consumidores tendrán que poder orientarse en medio de una maraña de etiquetas de cuanto origen, clase y tipo pueda haber.
En segundo lugar, porque debido a los riesgos que puede entrañar, así como a sus posibles efectos colaterales negativos, el «etiquetado», utilizado como medio de acción, pone en entredicho -- se quiera o no -- la función normativa de la OIT (incluida quizá la definición de los derechos fundamentales) y el valor de sus instrumentos. El hecho de otorgar una etiqueta social equivale así a instaurar una autoridad paralela que se atribuye la responsabilidad de indicar lo que es deseable desde el punto de vista social y de precisar además de qué manera (limitada pero extrema) lograrlo, es decir, combatiendo las causas del problema al poner los productos fuera de circulación.
Por último, y desde un punto de vista más positivo, porque a pesar de los peligros que implica, este movimiento prolonga y refuerza la labor normativa de la OIT más allá de su esfera habitual de acción. El hecho de que se proponga alcanzar ciertos objetivos humanitarios invocando el interés verdadero de los copartícipes del comercio internacional está totalmente en conformidad con la filosofía y los métodos de la OIT.
Se plantea, sin embargo, la cuestión de saber si sería posible técnica y políticamente conciliar esas dos formas de acción, habida cuenta de sus características y sus inquietudes tan distintas.
Esta cuestión merece sin duda el examen pormenorizado que están comenzando a abordar los servicios competentes. Sin prejuzgar los resultados de dicho examen, me parece conveniente hacer algunos breves comentarios preliminares para tratar de evaluar si este proceso podría reforzar la acción normativa de la OIT y, en caso afirmativo, de qué manera.
La diferencia esencial entre el enfoque de la OIT y el de esos movimientos espontáneos reside en los criterios que se siguen. No cabe duda de que la OIT no puede desinteresarse de la situación de los trabajadores cuyo trabajo no es posible identificar en el producto exportado ni de la de aquellos que producen únicamente para el mercado interno. No hay razón tampoco para dar preferencia a un solo derecho fundamental, por más impacto emocional que pueda tener, en detrimento de los demás. Para la OIT, el objetivo del etiquetado debería consistir más bien en promover una legislación y una práctica conformes a las exigencias de las normas fundamentales (de modo que redunde también en beneficio de los trabajadores que fabrican productos que no pueden identificarse o no están destinados a la exportación). En otros términos, lo ideal sería que el etiquetado sirviera para alentar y recompensar a los países cuya legislación esté en consonancia con un conjunto predeterminado de principios o de derechos fundamentales. Pero para gozar realmente de credibilidad, sería necesario que las etiquetas garantizaran no sólo la conformidad de las legislaciones sino también la de las prácticas. Ahora bien, ni las iniciativas espontáneas ni los procedimientos establecidos por la OIT pueden ofrecer tal garantía porque no se tiene la posibilidad de efectuar inspecciones internacionales in situ que sean fiables y dotadas de autonomía legal. No obstante, se podría concebir perfectamente la creación de un sistema de inspección de esa índole en el marco voluntario de un convenio internacional del trabajo en virtud del cual cada Estado podría decidir libremente si quiere que se otorgue al conjunto de los productos fabricados en su territorio una etiqueta social de carácter general, a condición de aceptar las obligaciones dimanantes de dicho instrumento y de cumplir con las exigencias que imponga en materia de inspecciones in situ. Esto no debería plantear problemas de compatibilidad con las prácticas del comercio multilateral, al menos por tres razones. En primer lugar, porque si bien es cierto que en el convenio se formularía la obligación de promover el etiquetado con el sentido ya expuesto, ese medio de acción seguiría siendo voluntario, puesto que los Estados tendrían tanta libertad para decidir si quieren adherirse o no a ese convenio como en el caso de cualquier otro. En segundo lugar, porque la atribución de la etiqueta no implicaría ninguna discriminación comercial contra los productos «no etiquetados». En tercer lugar, porque desde el punto de vista más general del derecho internacional, los miembros de la OMC que no deseen ratificar un convenio de esa índole podrán difícilmente criticar el principio en que se fundamenta, en la medida en que la finalidad de ese instrumento consistiría en promover los objetivos de la OIT, por los que están igualmente vinculados.
Esta solución permitiría asimismo la elaboración de cartas o códigos de conducta para las empresas de producción o de distribución preocupadas por evitar el descrédito de sus productos por el hecho de que provengan de países que no cumplen los requisitos necesarios para obtener la «etiqueta social» o, en caso de que los cumplan, cuando se quiera adoptar criterios más exigentes que los previstos en la legislación nacional. En esos casos, sería más conveniente armonizar las prioridades en función de las cuales deberían articularse los compromisos (por ejemplo, cuestiones de seguridad y de salud, prácticas en materia de concertación y de negociación colectiva, etc.) y sobre todo definir las condiciones en que se podría garantizar de manera imparcial y objetiva la sinceridad de los compromisos y la conformidad de las prácticas. Es posible, en ese sentido, que la OIT esté en condiciones de ofrecer un marco útil para la reflexión y la acción, que serviría para prolongar o completar de cierta forma el mecanismo establecido hace casi veinte años mediante la Declaración tripartita de principios sobre las empresas multinacionales y la política social.
* * *
Las reflexiones que preceden muestran que, aun cuando la mundialización pueda inhibir la capacidad y la voluntad de los Estados para aplicar las normas de la OIT, este fenómeno ofrece al mismo tiempo posibilidades realmente excepcionales para renovar la acción normativa de la Organización porque:
Estas nuevas perspectivas de acción deberían facilitar a la Conferencia un examen más sereno acerca de la posibilidad de abordar con criterios más cualitativos la elaboración de nuevas normas. Convencer a la Conferencia de ello es precisamente mi siguiente propósito.
II. NORMAS MAS ESPECIFICAS PARA CONSEGUIR
UN MAYOR IMPACTO
En la Memoria que presenté con ocasión del 75.o aniversario de la OIT señalé que, en mi opinión, la idea de que se pudiesen agotar todas las posibilidades de la actividad normativa era tan ilusoria como las profecías acerca del fin de la historia. Sigo estando tan convencido de ello como entonces. Contrariamente a lo que querrían sin duda algunos partidarios incondicionales de la desreglamentación, una de las características inherentes al «programa» trazado en el Preámbulo de la Constitución de la OIT es que nunca se podrá dar por finalizado, no porque el progreso se estanque, sino más bien porque el horizonte se aleja a medida que avanzamos. Con la aceleración tecnológica surgen nuevos riesgos, pero sólo la experiencia permite darse cuenta de la necesidad de formular nuevos tipos de reglamentación. Además, la imaginación humana concibe nuevas formas o sistemas de explotación más rápidamente de lo que el legislador puede prever. No hay más que examinar el orden del día de las reuniones recientes de la Conferencia Internacional del Trabajo para darse cuenta de que las mutaciones del trabajo relacionadas con la evolución tecnológica o con otros factores exigen que la OIT ejerza su función normativa, a la vez que sustentan su acción. Esto ocurre incluso con respecto al tema del trabajo a domicilio que ha suscitado tantas controversias porque, aunque algunos hayan impugnado la forma y el contenido del instrumento sobre este asunto, difícilmente puede negarse el interés que tiene para un número considerable de trabajadores de todo el mundo, cuyas condiciones de vida y de trabajo se sitúan entre las más precarias.
En realidad, aunque la mundialización afecta sin duda la voluntad de acción de los Estados por la competencia más implacable que provoca, no afecta necesariamente, salvo en unos pocos ámbitos, la capacidad de los Estados para actuar en aquellas esferas que constituyen lo esencial de la actividad normativa. En muchos casos, la mundialización suscita un aumento de la cooperación entre los Estados y una mayor concomitancia entre sus acciones; puede afirmarse incluso, sin que ello resulte paradójico, que la mundialización podría proporcionar nuevos temas a la actividad normativa, a los que he aludido parcialmente en la primera parte de esta Memoria.
No cabe duda, en cambio, de que la capacidad de absorción de los Estados, así como la capacidad de gestión de la OIT, tiene sus límites. No hay que olvidar que las normas de la OIT constituyen sólo una parte de la producción normativa internacional a la que se ven confrontados sus Estados Miembros. Más allá de cierto límite, la elaboración de nuevas normas está sujeta a la ley de los rendimientos decrecientes, tal como lo muestra, salvo rarísimas excepciones (Convenios núms. 159 y 160), el estancamiento del número de ratificaciones de los convenios recientes(16) . Además, desde un punto de vista más político, el consenso generado por la guerra fría presenta signos de debilitamiento: en la última reunión de la Conferencia ocurrió, por primera vez en la historia de la Organización, que un grupo se negó a participar en la discusión de un proyecto de convenio relativo a un tema cuya inscripción en el orden del día de la Conferencia había sido, no obstante, objeto de un acuerdo global tripartito en el Consejo de Administración. Aunque, en este caso, la posición adoptada por ese grupo parecería estar principalmente motivada por la forma del instrumento propuesto, desde una perspectiva más general parece evidente que el ritmo al que se han estado elaborando las normas como resultado del acuerdo a que se llegó en 1992 sobre la racionalización del funcionamiento de la Conferencia(17) no permite hacer los ajustes requeridos en función del interés de los temas disponibles.
La forma de conciliar esas consideraciones contradictorias no consiste en hacer una «pausa normativa», como se ha sugerido a veces, sino en aplicar criterios más selectivos para la elaboración de normas, a fin de garantizar que éstas sean más pertinentes y tengan mayor impacto. La idea no es por cierto muy original y podría considerarse como una mera declaración de buenas intenciones. Para evitar ese riesgo, es indispensable examinar concretamente cómo podría lograrse esa mayor pertinencia en las distintas fases de la actividad normativa, esto es, en cuanto a la elección del tema, la forma del instrumento y su contenido. Pero, de manera más general, es preciso efectuar posteriormente una evaluación sistemática de los instrumentos adoptados para resolver las dificultades que puedan plantearse en cada etapa.
A. ELECCION DE LOS TEMAS DE FORMA MAS SELECTIVA
La Constitución de la OIT prevé con acierto en el párrafo 2 del artículo 14 que el Consejo de Administración debe hacer lo necesario «para lograr que se efectúe una preparación técnica y cabal y se consulte adecuadamente a los Miembros principalmente interesados, por medio de una conferencia preparatoria o de cualquier otro modo, antes de la adopción de un convenio o de una recomendación por la Conferencia».
Esta disposición tiene como objetivo que las normas futuras respondan realmente a las necesidades más patentes para, de este modo, producir un efecto apreciable. En una Organización de composición tan amplia y diversa como la que caracteriza actualmente a la OIT, esa tarea sigue siendo indispensable, pero infinitamente más difícil de cumplir. La experiencia reciente muestra que no siempre se han evaluado las dificultades del tema o sus vicisitudes antes de estar ya inmerso de manera irreversible en la elaboración de los instrumentos. Para tratar de solventar esas dificultades y de responder al objetivo de la Constitución, es preciso examinar tres ideas centrales, complementarias entre sí: la de una ampliación de la gama de posibilidades; una aplicación más rigurosa de criterios de selección para apreciar mejor el posible valor normativo agregado del tema, y un procedimiento más racional.
1. Una gama de posibilidades más amplia
En virtud del artículo 10 de la Constitución, el estudio de las cuestiones que han de someterse a la Conferencia con miras a la adopción de instrumentos internacionales(18) compete a la Oficina. Se precisa, además, que ese estudio, que ha de permitir al Consejo de Administración tomar una decisión en cuanto a la elección de los temas, deberá basarse en una información lo más amplia posible sobre la legislación y la práctica nacionales. Esta información debería incluir las disposiciones adoptadas por las instituciones regionales (TLC, MERCOSUR, UE, etc.) en los ámbitos de que se trate, siempre que dichas disposiciones influyan en la legislación o la práctica de sus respectivos miembros.
En la actualidad, los referidos estudios se efectúan partiendo de las informaciones de que disponen los servicios de la sede; en algunos casos pueden dar lugar a reuniones de expertos convocadas a tales efectos. Así, la decisión de inscribir en el orden del día de la Conferencia la cuestión de la protección de los créditos laborales en caso de insolvencia del empleador estuvo precedida por una reunión de expertos cuyo informe permitió que el Consejo tomase una decisión con pleno conocimiento de causa. En cuanto al trabajo infantil, las informaciones que contenía el documento que se presentó al Consejo de Administración procedían de estudios e investigaciones llevados a cabo por los servicios técnicos competentes o de informes enviados por los gobiernos en aplicación de instrumentos de las Naciones Unidas.
Sin embargo, en términos generales, el procedimiento que se sigue para seleccionar los temas de carácter normativo es a la vez centralizado y bastante poco sistemático. A este respecto, sería sin duda alguna conveniente poder movilizar en mayor medida al conjunto de los mandantes y obtener más informaciones con respecto a las necesidades efectivamente percibidas. Si bien partimos del supuesto de que existe una solución institucional, ésta es sumamente teórica(19) . Una solución quizá más viable consistiría en recurrir de manera mucho más activa a las estructuras descentralizadas de la Oficina y a los contactos directos con los mandantes tripartitos.
Las oficinas exteriores y los equipos multidisciplinarios deberían, por consiguiente, esforzarse por conocer la opinión de sus interlocutores habituales acerca de las cuestiones que podrían figurar en una «cartera» o repertorio de futuras normas, hayan sido o no propuestas por los servicios técnicos (esto incluye la revisión de instrumentos antiguos). Las oficinas regionales podrían también, llegado el caso, plantear la cuestión ante los foros u organismos regionales apropiados (reuniones de ministros de trabajo, reuniones regionales, congresos de organizaciones de empleadores y de trabajadores, etc.), y dar a conocer las respuestas y las proposiciones que se formulen al respecto. Todas estas informaciones podrían contribuir a sustentar las deliberaciones del Consejo y ayudarle a hacerse una idea más justa del impacto de un posible instrumento en el ámbito de que se trate, o de las perspectivas de ratificación de un eventual convenio.
Muchas de estas ideas ya han sido sometidas al examen de la Comisión de Cuestiones Jurídicas y Normas Internacionales del Trabajo, del Consejo de Administración, en el marco de una proposición relativa a la constitución de un repertorio de propuestas regularmente actualizado, a fin de que el Consejo tenga una visión más completa de las posibilidades de acción cuando deba elegir los temas de carácter normativo que se incluirán en el orden del día de la Conferencia y pueda, así, efectuar su elección de manera estratégica en lugar de verse acotado por un elenco de temas que no están a punto, o que no satisfacen a nadie, y que cuando se discutan en la Conferencia resultarán ser fuente de conflictos o frustraciones y más tarde, en la fase de la ratificación, fuente de decepciones.
2. Criterios de selección más rigurosos: la búsqueda
de un mayor valor agregado normativo
Ya en otras ocasiones nos hemos preguntado si no sería atinado proceder de manera más sistemática y basar la selección de los temas en diversos criterios objetivos. Así, en el primer estudio detallado sobre las normas se sugirió tomar en consideración el número de trabajadores afectados, el interés que tendría la cuestión para los trabajadores de las categorías económicas más desfavorecidas y la gravedad del problema(20) . Esos criterios son evidentemente útiles, y la Oficina sugiere volver a examinarlos con el fin de constituir con ellos el repertorio a que se hace referencia más adelante; pero también tienen sus límites, y es probable que de haberse seguido mecánicamente no se hubieran llegado a adoptar algunos instrumentos útiles. Es necesario, en consecuencia, someterlos a un análisis ponderado, aunque esto pueda provocar en parte una pérdida de su aparente sencillez de utilización.
Existe, en realidad, un criterio más general y de aplicación más universal. Consistiría en preguntarse, respecto de cada tema considerado, cuál sería el valor que un nuevo instrumento podría aportar de forma duradera al arsenal normativo ya existente, tanto en la propia Organización como fuera de ella, y sobre todo en qué medida el tema se presta realmente a ser objeto de normas dignas de ese nombre. Para ilustrar esta cuestión, me parece útil evocar tres opciones fundamentales a las que seguramente deberá confrontarse la elaboración de nuevas normas: la capacidad de un tema para originar obligaciones o tan sólo simples orientaciones de índole política o moral; el valor agregado que podría obtenerse del traslapo o la aparición sucesiva de instrumentos sobre un mismo tema en comparación con el que resultaría de la reagrupación de esos instrumentos, y el valor agregado que se obtendría con la acumulación de disposiciones de protección comparado con el resultante de las disposiciones que remiten a principios generales de responsabilidad.
a) Idoneidad intrínseca del tema para ser objeto de normas
Dado que la labor normativa se considera, con razón, como el más preciado de los medios de acción de la OIT, nos vemos muy tentados a elaborar instrumentos normativos sobre temas que en determinado momento parecen requerir la adopción de medidas por ésta. Según ese punto de vista, todo problema laboral que pudiera revestir cierta importancia internacional debería ser objeto de normas a fin de que esa importancia se reconozca como tal. Se tiende así a confundir el derecho con los preceptos de buena conducta. Esta actitud resulta bastante paradójica porque la idea de completar la acción normativa tradicional recurriendo a una especie de «legislación suave» (soft law) ha encontrado gran resistencia. Ahora bien, el hecho de incorporar en los instrumentos tradicionales disposiciones que no son en realidad más que el enunciado de principios generosos y difícilmente discutibles no confiere a tales disposiciones el valor de verdaderas normas jurídicas, es decir, de prescripciones precisas cuyo cumplimiento puede ser objeto de una comprobación práctica. Ese tipo de disposiciones no puede efectivamente plasmarse en textos legislativos o reglamentarios específicos sino en políticas o simples declaraciones. Por consiguiente, resulta difícil evaluar sus repercusiones. Este fenómeno se pone de manifiesto sobre todo en los convenios relativos a la política económica y social(21) , pero puede también observarse en ámbitos de acción más tradicionales como las condiciones de vida y de trabajo. Ante la diversidad de situaciones y de soluciones existentes, nos vemos muy tentados, en efecto, a limitarnos a prescribir la adopción de «políticas nacionales», mediante las que deberían ponerse en práctica objetivos definidos en términos tan generales que dejan a sus destinatarios una libertad de acción total, cuando no totalmente desconcertados. Esto no significa, obviamente, que en los instrumentos de la OIT no haya que formular orientaciones de política general, sino simplemente que esas orientaciones, sobre todo cuando están destinadas a figurar en los convenios, deben formularse en términos suficientemente precisos para crear derechos y obligaciones dignos de ese nombre. De no ser así, deberían más bien encauzarse mediante recomendaciones -- que sean objeto del seguimiento a que se aludirá a continuación -- u otros instrumentos que no sean de obligado cumplimiento.
Con base en un enfoque análogo, la evolución cada vez más rápida del mundo del trabajo y la aparición de fenómenos atípicos confronta la acción normativa con la cuestión de saber en qué momento dejan esos fenómenos de ser atípicos y hacen necesaria la adopción de una reglamentación con posibilidades razonables de ser eficaz. Al buscar el punto de equilibrio estratégico debe tenerse en cuenta, a ese respecto, la dialéctica inevitable entre la reglamentación y la capacidad inventiva de los interlocutores sociales para eludirla. La acción normativa no debe, así, debilitarse en vano en pos de fenómenos más o menos efímeros; sólo debe intervenir cuando la multiplicidad de sus formas y de sus manifestaciones le ofrece razonablemente la posibilidad de considerarlos de manera bastante global, duradera y eficaz. También en este caso, la prudencia aconsejaría sin duda que, frente a tales fenómenos, la acción normativa se ejerciera primero por medio de recomendaciones.
b) ¿Traslapo o reagrupación de los instrumentos?
Al leer el índice de la recopilación de los convenios y recomendaciones, el lector poco familiarizado con estas materias ha de tener inevitablemente la impresión de que hay una repetición de temas o numerosas variaciones sobre los mismos temas. Un mismo tema puede ser tratado desde un punto de vista sectorial y desde uno general. Esta situación se deriva de la propia naturaleza del sistema de elaboración de normas y de las circunstancias históricas que llevaron ya sea a tener que abordar un problema específico en el momento en que éste se planteaba, sin haberse elaborado antes un instrumento de alcance más general, o bien a tratar de eludir los obstáculos con que se enfrentaba un instrumento general adoptando instrumentos sectoriales, o bien incluso a completar un instrumento general con normas más específicas. Si observamos, por ejemplo, lo que ocurre en el ámbito de la seguridad y la salud en el trabajo, vemos que desde comienzos del decenio de 1960 se han adoptado normas relativas a determinados riesgos (las radiaciones, en 1960; el benceno, en 1971; el cáncer profesional, en 1974), un instrumento general sobre el medio ambiente de trabajo (contaminación del aire, ruido y vibraciones, en 1977) y un instrumento de alcance mucho más general sobre seguridad y salud de los trabajadores, en 1981, para luego volver a abordar temas específicos (asbesto, en 1986; construcción, en 1988; productos químicos, en 1990, y minas, en 1995). Todos esos instrumentos responden a necesidades específicas y requieren disposiciones también específicas. Sin embargo, es evidente que se inspiran en una filosofía común y que contienen un gran número de disposiciones similares o incluso idénticas.
Además del hecho de que esa dispersión de los instrumentos se traduce en un bajo nivel de ratificación de cada uno de ellos (aun cuando considerados en su conjunto los instrumentos relativos a la seguridad y la salud en el trabajo registran un flujo relativamente regular de ratificaciones), este traslapo entraña también un doble riesgo: el de suscitar diferencias, o incluso contradicciones, más o menos accidentales, y el de debilitar el impacto de las disposiciones comunes. Se plantean problemas análogos en lo que atañe a los instrumentos dedicados a categorías específicas de trabajadores que no están amparadas por instrumentos jurídicos o lo están sólo de manera parcial. La encomiable preocupación por ofrecer a estas categorías de trabajadores una protección global, cuando no están protegidas por instrumentos de carácter general, nos lleva a reformular las disposiciones, con lo cual se corre el riesgo de reducir la protección por la que ya están amparados o de disponer lo contrario. Aunque durante las diversas etapas de la preparación de un texto, la Oficina debe poner de relieve aquellos aspectos del mismo que tengan relación con los demás instrumentos, la coherencia del resultado final no está garantizada.
No es fácil, evidentemente, solucionar este tipo de problemas. Cuando ya existe un instrumento de alcance general, como ocurre en materia de seguridad y salud, cabe preguntarse si en lugar de elaborar un nuevo convenio no sería mejor adoptar un protocolo que remitiera a las disposiciones pertinentes del convenio principal y que pudiera ser ratificado incluso por los países que no se hubiesen adherido a dicho convenio. Sería conveniente también elaborar fórmulas modelo para definir las relaciones entre los instrumentos específicos y los instrumentos generales que abarcan un mismo sector o las mismas categorías de trabajadores. Volveré a referirme a este tema en las sugerencias que figuran en el anexo con respecto a la elaboración de una «guía para la correcta redacción de instrumentos». Estas mejoras no resolverán, sin embargo, el problema derivado del traslapo de los instrumentos existentes. Ahora bien, la reagrupación de dichos instrumentos es una labor muy compleja que ya ha sido evocada en el marco de las reflexiones del Grupo de Trabajo sobre política de revisión de normas(22) , cuyo alcance trasciende ampliamente el propósito de esta Memoria.
En vista de las dificultades que supone toda labor de reagrupación oficial y del tiempo necesario para llevarla a cabo, una solución menos ambiciosa, pero no obstante muy útil, y que podría ponerse en práctica mucho más rápidamente consistiría tal vez en reanudar de manera diferente y más sintética el esfuerzo de «codificación» oficiosa que la Oficina emprendió bajo su propia responsabilidad en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, y que se vio consagrado en 1951 en el Código Internacional del Trabajo. Sin modificar en modo alguno los instrumentos existentes o las obligaciones dimanantes de ellos, tal codificación podría dar una visión más coherente y sintética de los mismos, al distinguir los principios generales aplicables al conjunto de los trabajadores o sectores abarcados de las normas realmente específicas aplicables a dichos sectores o categorías de trabajadores. Una tarea de esta envergadura exigiría sin duda movilizar importantes recursos, pero su realización podría contribuir a dar realce a la OIT y su labor normativa en la entrada en el tercer milenio. Además, en función de la calidad de los resultados, nada impediría que la Conferencia confirmase de manera más oficial dicha codificación promul-gándola como si fuese una especie de recomendación de alcance general.
c) ¿Acumulación de disposiciones de protección o remisión a reglas de responsabilidad?
La oposición entre traslapo y reagrupación de las normas tiene por corolario la elección posible entre la acumulación de disposiciones de protección y la remisión a reglas de responsabilidad. Para hacer frente a los nuevos riesgos que pueden surgir en particular como resultado de la evolución tecnológica, tendemos en efecto, sobre todo en materia de seguridad y salud en el trabajo, a acumular reglamentaciones detalladas que se refieren en especial a las disposiciones de prevención o a la seguridad del material que se utiliza. Ahora bien, de esta forma nos vemos obligados, por un lado, a embarcarnos en una carrera permanente para tratar de cubrir cualquier nuevo riesgo y, por otro, a limitarnos con frecuencia a prescribir medidas de carácter muy general. Entre éstas cabe citar: la utilización de material y equipos apropiados; la sustitución de sustancias peligrosas por otras menos nocivas; garantías de que las escaleras de mano (cuando se debe recurrir a ellas a falta de otros medios seguros de acceso a puestos de trabajo en puntos elevados, según se especifica en el Convenio sobre seguridad y salud en la construcción, 1988 (núm. 167)) estén convenientemente afianzadas para impedir todo movimiento involuntario, etc. Cabe preguntarse si, para alcanzar el objetivo que se persigue, no sería más útil, en lugar de acumular detalles cuyo valor práctico con frecuencia resulta pese a todo limitado, fijar reglas generales de responsabilidad, cuya puesta en práctica se evaluaría con relación a las normas de prevención, los usos habituales u otras prácticas profesionales; dichas reglas podrían ser objeto de repertorios de recomendaciones prácticas que sirvieran de referencia para los legisladores, los convenios colectivos o los tribunales. Esta compleja cuestión merecería, por cierto, un análisis detenido y no las reflexiones muy superficiales a las que debo limitarme en razón de la finalidad y el alcance de esta Memoria.
Una variante más tradicional que habría que explorar en el futuro consistiría en formular esas reglas más detalladas en un anexo al instrumento; la revisión y la actualización de tales reglas podrían estar sujetas a condiciones distintas y más simples que las que rigen para el convenio propiamente dicho. En ciertos casos cabe preguntarse si, dado que la reglamentación propuesta tiene intrínsecamente un carácter relativamente transitorio (por estar vinculada, por ejemplo, a una determinada etapa de la evolución tecnológica o de los conocimientos), no sería preferible a efectos de garantizar una mayor capacidad de adaptación que los instrumentos se limitaran a definir los objetivos y se incluyeran las modalidades de aplicación en anexos. Como ya se señaló en la Memoria presentada por el Director General en 1964, «Ciertos convenios contienen disposiciones de orden técnico -- necesarias para su aplicación apropiada -- que no conciernen a cuestiones de política en general en el mismo sentido que las obligaciones fundamentales derivadas de esos instrumentos y que, a diferencia de las disposiciones de carácter más general, se prestan mejor a ser enmendadas periódicamente para adaptarlas según las circunstancias y necesidades... A diferencia de esta reglamentación, las disposiciones a que me refiero son, sin embargo, parte integrante del convenio y, por tanto, en la situación actual no es posible enmendarlas sin proceder a una revisión del instrumento en que figuran»(23) . También se sugirió que esas disposiciones pudieran incluirse en anexos, listas y otras disposiciones de carácter técnico, cuya revisión podría efectuarse en virtud de un procedimiento simplificado especificado por la Conferencia (es decir, que no implique necesariamente la ratificación) «sin infringir el principio de que las obligaciones de los Estados Miembros no deben ampliarse sin su consentimiento»(24) .
3. ¿Un procedimiento de elección menos irreversible?
Las ideas expuestas más arriba no constituyen en modo alguno una panacea que permita elegir en cada caso la cuestión normativa más apropiada. Sugieren más bien que la inscripción definitiva de un tema en el orden del día con miras a una acción normativa debería ser el resultado de un proceso durante el cual se eliminasen las cuestiones que no parecen prestarse todavía a ese tipo de acción o cuya aportación al cuerpo normativo existente resultase incierta, marginal o demasiado efímera. Ahora bien, con arreglo al procedimiento actual de elección en el Consejo de Administración, raramente se discute sobre el posible contenido del instrumento. Esa elección es a menudo el resultado de un acuerdo global que se refiere al mismo tiempo al orden del día no normativo. La elección de los temas normativos se hace así con frecuencia con base en el mínimo denominador común, en cierto modo «a falta de otra opción mejor».
Para favorecer un método de elección más racional, sería necesario prever primero seriamente una separación entre las cuestiones que deben conducir a una acción normativa y el orden del día no normativo de una determinada reunión; las cuestiones inscritas para discusión general sin intención normativa deberían incluirse lo más tarde posible en el orden del día con el fin de reflejar mejor la realidad.
Después, sería sobre todo necesario, en el momento de la inscripción definitiva, tener una visión más neta del posible contenido del instrumento previsto con relación a los instrumentos existentes, incluidos los que puedan existir fuera de la Organización. Ahora bien, según el procedimiento actual el Consejo decide con base en un análisis comparativo y en indicaciones muy generales en cuanto a los posibles objetivos, pero sin entrar en materia sobre cada tema. De nuevo la constitución de un repertorio ayudaría a mejorar la situación, ya que permitiría especificar en el transcurso de los exámenes sucesivos el ámbito del instrumento sobre el tema previsto.
Cuando los temas considerados plantean dificultades técnicas o políticas complejas respecto de las cuales la Oficina no dispone de elementos suficientes y el propio Consejo no puede proporcionar orientaciones precisas, se podría prever ir más lejos y recurrir de forma más sistemática a una solución cuyas posibilidades tal vez no han sido suficientemente explotadas y que consistiría en la celebración de una discusión antes de la Conferencia Internacional del Trabajo con el fin de comprobar la viabilidad normativa del tema y de brindar orientaciones concretas para la redacción del cuestionario. Después de esta discusión preliminar, la Conferencia confirmaría la inscripción definitiva de la cuestión en el orden del día para una acción normativa. En la situación actual esta solución parecería más económica y universal que la relativa a la celebración de reuniones de expertos o de conferencias técnicas preparatorias. Volveré a referirme algo más detalladamente a este asunto en los comentarios que consagro al cuestionario en el anexo.
B. LA ELECCION DE LA FORMA DE LOS INSTRUMENTOS:
UN MAYOR RECURSO A LAS RECOMENDACIONES
De todas las cuestiones abordadas en las sucesivas Memorias del Director General, ésta es sin duda la más punzante, pues trata, en efecto, de una cuestión de importancia fundamental. A este respecto, me remitiré a las observaciones muy explícitas que figuran en la Memoria de 1964, según las cuales «un convenio, como tal, no posee virtudes inherentes en comparación con una recomendación....» Un convenio crea obligaciones, pero en ciertas cuestiones una norma que puede ser ampliamente aceptada como tal puede muy bien ser más efectiva en la práctica que las obligaciones que es improbable que sean aceptadas con igual amplitud. Se señala, por último, en dicha Memoria que la recomendación no debe ser considerada como el pariente pobre del convenio(25) .
El tema vuelve a plantearse en la Memoria de 1984 (a la cual ya me referí en 1994) en la que el Director General no vacila en decir que «con miras al futuro cabe preguntarse esencialmente si debería hacerse de nuevo mayor uso de instrumentos no obligatorios, reservando los convenios para temas importantes susceptibles de una definición y acción precisas»(26) .
Lamentablemente, tampoco han surtido efecto en este caso ni esos análisis coincidentes ni las sucesivas exhortaciones. Ninguna de las 17 recomendaciones adoptadas por la Conferencia entre 1985 y 1996 es un instrumento autónomo sin vinculación con un convenio. Ese hecho confirma la disminución de las recomendaciones autónomas, que durante el período comprendido entre 1951 y 1970 suponían el 55 por ciento del total de las recomendaciones adoptadas, mientras que entre 1971 y 1983 sólo representaban el 7 por ciento. Esto es muy lamentable porque la disminución del ritmo de ratificaciones a causa de la congestión de los parlamentos -- y de las limitaciones propias de los Estados federales, a los que se suman ahora en cierto modo los Estados de la Unión Europea (cuya ampliación podría contribuir al agotamiento progresivo de la fuente europea de ratificaciones, reputada tradicionalmente por su abundancia) -- debería inducir a la OIT a utilizar mejor la gama de instrumentos de que dispone. En lugar de repetir los mismos reproches, me parece más importante tratar de comprender el porqué de esta situación para encontrar una solución eficaz. Hay dos factores -- que además están estrechamente relacionados entre sí -- que son al parecer determinantes a este respecto: la actitud de los gobiernos y la de los trabajadores.
La facilidad con que la Conferencia opta por la forma de «convenio» tiene que ver ante todo con el hecho de que muchos gobiernos aceptan votar por un convenio sin tener seriamente la intención de apoyar su ratificación ante la autoridad competente. Hay que destacar que esta forma de proceder es totalmente ajena a las intenciones que tuvieron inicialmente los fundadores de nuestra Organización. Si bien es cierto que, con un criterio realista, tuvieron que renunciar al proyecto revolucionario de atribuir a la Conferencia Internacional del Trabajo un poder legislativo directamente obligatorio (para evitar en particular que el progreso de la legislación quedara preso de una minoría retrógrada), estaba claro para ellos que al votar a favor de la adopción de un convenio, los gobiernos se comprometían moralmente a conseguir su ratificación(27) . Esto explica la existencia -- que actualmente parece tan incongruente -- de disposiciones especiales destinadas a ciertos países citados por su nombre en varios de los primeros convenios(28) . Esta perspectiva es la más adecuada para comprender asimismo la idea tan ampliamente compartida antes de la Segunda Guerra Mundial de que la legislación internacional del trabajo debía contribuir eficazmente a nivelar las condiciones de competencia (y, a contrario, las críticas formuladas a comienzos de los años treinta por los empleadores británicos con respecto a la OIT porque, más de diez años después de su creación, no había logrado un aumento suficiente del número de ratificaciones)(29) . Es sin duda alguna admisible que, actuando con total buena fe y plena conciencia de sus responsabilidades, un gobierno vote a favor de un texto, aunque no pueda por el momento ratificarlo, en la medida en que considere que ese texto puede contribuir al fomento de la legislación internacional del trabajo y en que prevea efectivamente ratificarlo a más largo plazo. No es posible, sin embargo, llevar este razonamiento a sus últimas consecuencias, pues de lo contrario puede darse el caso -- como ocurre desafortunadamente hoy en día con tanta frecuencia -- de que un convenio llegue a ser obsoleto antes de haberse registrado un número considerable de ratificaciones, e incluso a veces antes de haber entrado en vigor. Cabe señalar asimismo a este respecto un cambio de actitud que se ha observado en las reuniones de la Conferencia en que ciertos Estados, que prefirieron no votar o rechazar un determinado texto, argumentaron que procedían de ese modo porque no querían que sus intenciones se prestasen a equívocos.
Los sucesivos grupos de trabajo sobre la revisión de normas estudiaron, en un contexto diferente, una de las formas posibles de remediar esta situación inconsecuente. Se trata de aumentar el número de ratificaciones necesarias para la entrada en vigor de los convenios. Ahora bien, si se aceptasen las proposiciones formuladas al respecto y se aumentara, por ende, el número de ratificaciones exigidas, se podrían remediar las consecuencias, pero no las causas. No parece, empero, tan difícil remontarse a las causas propiamente dichas del problema, lo cual podría hacerse aplicando simplemente de manera más coherente y sistemática las disposiciones constitucionales a que puede recurrir la Organización para confrontar a ciertos gobiernos con sus propias inconsecuencias. Esas disposiciones obligan primeramente a los gobiernos a someter el convenio a la autoridad competente de conformidad con el artículo 19, 5), b)(30) , de la Constitución y posteriormente a informar sobre el curso que se le ha dado en el marco de las memorias solicitadas por el Consejo de Administración en virtud del artículo 19, 5), c). En la medida en que el sentido de las disposiciones constitucionales no se presta a ningún equívoco, sería perfectamente lógico pedir a los gobiernos que han votado a favor de un convenio que informen ya sea (en el primer caso) sobre la recomendación que hayan formulado a ese respecto ante la autoridad competente, o bien (en el segundo caso) sobre las razones por las cuales la ratificación aún no se ha efectuado. Esta solución muy moderada no tendría por qué desalentar la aceptación por los Estados de un texto que consideran jurídicamente bien fundamentado, aun cuando no estén en condiciones de ratificarlo en breve; debería, en cambio, alentarlos a ser más consecuentes, tanto en lo que respecta a la recomendación que deben formular a la autoridad competente como en las etapas siguientes.
Los trabajadores, por su parte, se han manifestado con gran constancia a favor de la adopción de convenios a pesar de las bajas tasas de ratificación. En ese sentido, insisten sobre todo, sin que los empleadores les contradigan, en que incluso los convenios que no están ratificados pueden influir en la legislación y la práctica nacionales. Esta afirmación no suscita en sí polémica, como se reconocía ya (con pesar) en la Memoria presentada por el Director de la OIT ante la 27.a reunión (1945!) de la Conferencia. En ella se indicaba lo siguiente: «... pudo muy bien suceder que, en ciertos períodos de la historia de la Organización, la forma del convenio adquiriera una indebida importancia simbólica cuyo resultado fue que se utilizara en casos en que una recomendación hubiera sido más apropiada»(31) . Pero este punto de vista se deriva de una ilusión óptica y acarrea consecuencias negativas para la eficacia y la credibilidad de la acción normativa en su conjunto. Para citar de nuevo los términos utilizados en un análisis que data de hace más de 50 años, esta opinión «tiende a desacreditar la técnica de los convenios, porque da por resultado un amplio fracaso en las ratificaciones, y tiende igualmente a desacreditar la recomendación, porque implica gratuitamente que una recomendación no es un instrumento para crear obligaciones y es, por lo tanto, inefectivo como instrumento designado para influir en la política y en la legislación mediante la definición de una norma internacional»(32) . Me parece importante explicar brevemente el porqué de lo antedicho.
La finalidad de los convenios, y también de las recomendaciones, es procurar que la legislación y la práctica de los Estados Miembros de la OIT se ajusten a lo dispuesto en esos instrumentos. La superioridad de los convenios con respecto a las recomendaciones reside sin duda en que los convenios convierten el progreso que se trata de conseguir en una verdadera obligación jurídica con las dos consecuencias siguientes:
Queda claro pues que el argumento sobre la influencia que un convenio, aun sin estar ratificado, puede ejercer en la práctica de los Estados no es pertinente ya que, por definición, las recomendaciones están precisamente destinadas a ejercer tal influencia. Además, sin la ratificación, un convenio no permite lograr el efecto de «trinquete» ni tampoco contribuye a igualar las condiciones de competencia. Hay que reconocer al mismo tiempo que la ilusión óptica acerca de la influencia y el prestigio de los convenios se produce y se explica en parte por las desviaciones de una práctica que, al descuidar el seguimiento de que deberían ser objeto las recomendaciones, ha hecho perder de vista que las recomendaciones son instrumentos de pleno derecho. Al igual que los convenios, las recomendaciones deben ser objeto de un seguimiento para comprobar su efecto, y deben ser actualizadas para garantizar su pertinencia. En esto radica el verdadero problema: si se quiere que las recomendaciones ocupen el lugar que les corresponde, es primordial que puedan recuperar su autonomía con respecto a los convenios y, sobre todo, que sean objeto de un seguimiento periódico tal como se prevé en la Constitución para comprobar su aplicación y, al mismo tiempo, su pertinencia a fin de conservar sólo aquellas que sean realmente de actualidad. Más adelante volveré a examinar estos dos puntos.
1. Restablecimiento del carácter autónomo de las recomendaciones
No cabe duda de que el prestigio de las recomendaciones no sale muy beneficiado del examen, incluso superficial, de la recopilación de instrumentos. Como ya se ha dicho, en la mayoría de los casos se trata de instrumentos que no tienen carácter autónomo y que han sido adoptados con la finalidad de completar los convenios, sin que se especifique la índole de esa complementariedad. Además, el contenido de la recomendación se limita a menudo a repetir ciertas disposiciones del convenio a las que añade precisiones que no pueden figurar en un convenio o que fueron rechazadas por la comisión técnica durante la discusión del proyecto de convenio. Algunas de las disposiciones de las recomendaciones se asemejan a veces más al contenido de las resoluciones que a textos que deben servir de guía y de modelo para la acción futura de los mandantes de la OIT.
Las escasas recomendaciones autónomas existentes son en muchos casos obsoletas o han caído en el olvido. Sin embargo, comprometen del mismo modo el crédito jurídico y moral de la OIT. Puede afirmarse incluso sin que resulte paradójico que la obsolescencia de las recomendaciones podría afectar más la credibilidad de la Organización que la de los convenios (de los cuales se prescinde de manera indirecta, ya sea porque no entran en vigor o, según el caso, mediante su denuncia). Afortunadamente, los análisis y propuestas de reforma presentados por el Grupo de Trabajo sobre política de revisión de normas y aprobados por el Consejo de Administración permitirán encontrar una solución muy concreta para este problema. En efecto, esos análisis han permitido deducir que si bien para derogar los convenios internacionales del trabajo es preciso introducir la enmienda constitucional inscrita en el orden del día de la actual Conferencia, nada impide en cambio que ésta pueda retirar toda recomendación considerada obsoleta en virtud de una medida opuesta, que sea adoptada mediante el mismo procedimiento y por la misma mayoría que la recomendación en cuestión(34) . Se abre así un nuevo campo de acción sin necesidad de esperar a que entre en vigor la enmienda constitucional antes mencionada.
2. Puesta en práctica de un método de seguimiento periódico de las recomendaciones
La segunda condición para restablecer el verdadero valor de las recomendaciones tiene que ver con sus efectos y su seguimiento. Es una condición fácil de cumplir, al menos en teoría, porque no supone más que poner en práctica de manera más eficaz las disposiciones del artículo 19, 6), d), de la Constitución, que impone al conjunto de los Estados Miembros la obligación de informar al Director General de la Oficina Internacional del Trabajo, con la frecuencia que fije el Consejo de Administración, sobre el estado de su legislación y la práctica en lo que respecta a los asuntos tratados en la recomendación, precisando en qué medida se han puesto o se propone poner en ejecución las disposiciones de la recomendación, y las modificaciones que se considere o pueda considerarse necesario hacer a estas disposiciones para adoptarlas o aplicarlas.
Conviene señalar a este respecto que dicha disposición, al igual que la disposición similar del artículo 19, 5, e), relativa a los convenios no ratificados, fue introducida después de la Segunda Guerra Mundial a raíz de una propuesta formulada por la delegación de la Conferencia sobre cuestiones constitucionales, al término de una discusión en la que se planteó una vez más la oportunidad o la viabilidad de facultar a la Organización para tomar decisiones que tuvieran carácter obligatorio para sus Miembros(35) . En 1919 se formuló una proposición en este sentido que, aunque no fue aceptada, permitió ya introducir en el texto del artículo 19 una disposición en virtud de la cual se obligaba a todos los Estados Miembros, hubieran votado o no a favor de un instrumento, a someterlo a las autoridades legislativas correspondientes en los 12 o 18 meses siguientes a su adopción, con el fin de que «le den forma de ley o adopten otras medidas»(36) . En 1946, la misma reivindicación permitió pues agregar la obligación de informar acerca del curso dado al conjunto de los instrumentos.
Es evidente que con esta modificación las recomendaciones no hubieran debido considerarse como los parientes pobres de los convenios en la medida en que, aun cuando no llegasen -- evidentemente -- a ser obligatorias, debían no obstante ser objeto forzosamente de una memoria a solicitud del Consejo de Administración; por consiguiente, «ejercerán, en el futuro, una influencia más poderosa sobre la política social y la legislación que la que han ejercido en el pasado», tal como se indica en el Informe de la Delegación de la Conferencia sobre Cuestiones Constitucionales(37) . La dificultad reside en que, en los hechos, esta finalidad de la disposición se ha ido perdiendo o ha dejado de aplicarse. El cambio de enfoque con respecto a los informes elaborados en virtud del artículo 19 de la Constitución (los «estudios generales» de la Comisión de Expertos) ha privado a las recomendaciones de un seguimiento autónomo y, en consecuencia, ha mantenido la distorsión del sistema en favor de los convenios. Así, desde 1975, el Consejo de Administración no ha seleccionado ninguna recomendación autónoma con miras a la presentación de memorias por los gobiernos, en virtud de los párrafos 6, d), y 7, b), v), del artículo 19 de la Constitución, a pesar de haberse propuesto el examen de tales instrumentos. En los estudios generales de la Comisión de Expertos relativos a los convenios y las recomendaciones que los completan, muy pocas veces se hace referencia a las disposiciones de las recomendaciones (las cuales no crean obligaciones jurídicas de fondo) o a su puesta en práctica por los gobiernos (que rara vez se refieren a ellas en sus memorias). Esas pocas referencias están relacionadas con la interpretación de disposiciones del convenio objeto de estudio a la luz de las disposiciones de la recomendación, lo cual refuerza aún más el carácter secundario de la recomendación. La reanudación de una práctica conforme con la Constitución con respecto al seguimiento de las recomendaciones está pues vinculada al examen de la aplicación del artículo 19, 5, c), de la Constitución (véase más adelante).
Como se señaló en la Memoria de 1964: «un convenio debe referirse a cuestiones esenciales; no debe contener exigencias rígidas respecto de cuestiones en que es lógico que la práctica nacional varíe mucho ni entrar en excesivos detalles administrativos»(38) .
También en esa Memoria se denuncia el afán de perfeccionismo que se observa en el procedimiento de presentación de enmiendas a los textos propuestos y se exhorta a la Conferencia a que considere que la adopción de «un convenio no es una oportunidad para que determinado grupo obtenga un triunfo sino una contribución al derecho consuetudinario mundial, cuyo valor depende de la medida en que obtenga la aprobación general»(39) .
En la Memoria de 1984 se puso de relieve la influencia que tiene a este respecto el mecanismo previsto para examinar las enmiendas. Así, se menciona «la dificultad que tienen las comisiones de la Conferencia para discutir un elevado número de enmiendas en el tiempo limitado de que disponen. Ello se refleja inevitablemente en la calidad de los instrumentos adoptados (...) Las dificultades dimanantes de las enmiendas adoptadas en el curso de la primera discusión pueden eliminarse, pero no las que provienen de enmiendas adoptadas en la segunda discusión.» Se señala también en dicha Memoria la falta de concordancia entre los textos debido a la precipitación con que deben traducirse y la ardua tarea que deben realizar los comités de redacción al tener que ocuparse de una multitud de enmiendas y resolver problemas que son en realidad de fondo y no simplemente de redacción, por lo cual se ven obligados a celebrar «reuniones que duran por término medio seis o siete horas y en un momento de la Conferencia en que la fatiga de dos semanas de reuniones empieza a dejarse sentir, sin que el programa de la Conferencia permita demora alguna en la terminación de las labores»(40) .
Lamentablemente, ninguna de estas observaciones ha perdido vigencia. La extremada concentración del programa de trabajo de la Conferencia no ha hecho, por el contrario, sino aumentar las dificultades, incluso en lo relativo al tiempo de que disponen en promedio los comités de redacción para cumplir su cometido, que habría que aumentar. Los diversos consejos o sugerencias formulados, algunos de los cuales son a primera vista bastante acertados, como por ejemplo el de tratar de lograr que las enmiendas se faciliten con antelación, han tenido escasos efectos prácticos (a pesar de que con la reducción del tiempo disponible para las labores de las comisiones resultarían hoy en día aún más útiles). Parecería, pues, que si se quiere mejorar realmente el proceso de elaboración de normas, habría que abordar el problema en sus raíces, es decir, en el plano institucional y reglamentario. He considerado conveniente, a este respecto, evocar en anexo de manera relativamente detallada ciertos aspectos del procedimiento de elaboración de normas que tienen importancia directa para la Conferencia y su funcionamiento y cuyo examen o reforma podrían, a mi juicio, contribuir de manera precisa, pero muy eficaz, a mejorar la calidad del contenido y de la formulación de las normas. Se trata, en primer lugar, de examinar de nuevo el mecanismo de elaboración del cuestionario que sirve de base para la preparación de los instrumentos y que determina a veces en una fase demasiado temprana -- en que la Oficina no dispone de suficiente información -- su estructura e incluso su contenido. Se trata, después, del procedimiento de enmienda en comisiones técnicas que no favorece la búsqueda de soluciones que permitan conseguir el más amplio acuerdo posible. Se trata, por último, de la dificultad de mantener la uniformidad y la coherencia deseadas en cuanto a las técnicas y principios de redacción en las comisiones técnicas y los instrumentos, y de la necesidad de esclarecer y facilitar, a este respecto, el papel de los comités de redacción.
Aparte de las diversas sugerencias o reformas que se acaban de proponer para mejorar la elección de los instrumentos, su forma y su contenido, resulta a mi juicio indispensable disponer de manera más global de un mecanismo autocorrector de la actividad normativa, de manera que ésta pueda satisfacer sus objetivos cada vez con mayor eficacia. En otras palabras, es preciso establecer un sistema eficaz de evaluación de las normas por los órganos que se han encargado de su elaboración con el fin de comprobar su impacto y su pertinencia y de sacar conclusiones para el futuro.
D. NECESIDAD DE UNA EVALUACION GENERAL EX-POST
La evaluación objetiva y sistemática del producto es una necesidad inherente a todo sistema moderno de producción, y la producción normativa no constituye una excepción.
Puede considerarse sin duda que la Organización ya ha emprendido en cierto modo una labor de evaluación con los sucesivos grupos de trabajo sobre la revisión de normas, el último de los cuales, creado por el Consejo de Administración como resultado de los debates que se celebraron en la Conferencia en 1994, ha realizado una importante labor a la que ya he hecho referencia. Hay sin embargo una gran diferencia entre una operación global de «limpieza» que se efectuaría cada cuarto de siglo o más y que permite, mucho tiempo después, comprobar la irremediable obsolescencia de un instrumento, y una labor de evaluación en virtud de la cual el órgano que elaboró dicho instrumento debe poder reexaminarlo en un plazo relativamente breve a fin de sacar las conclusiones del caso, no sólo en lo que atañe al instrumento en cuestión, sino de manera más general con respecto a la selección de los temas y al contenido de la futura actividad normativa.
Esta necesidad me parece aún más esencial actualmente porque constituye quizá la única posibilidad de zanjar de manera eficaz y fiable la falsa disputa acerca de la «flexibilidad». A mi entender, esa evaluación debería ser de hecho una evaluación global del impacto de los instrumentos tanto desde el punto de vista jurídico como económico y social, mediante la cual se procuraría valorar no sólo el progreso realizado en relación con el objetivo específico perseguido con el convenio o la recomendación de que se trate, sino también los posibles efectos indirectos o perjudiciales de esos instrumentos en otros objetivos de la OIT, tales como el relativo al empleo. Se trata pues de una verdadera labor multidisciplinaria que exige contar con unos criterios de análisis adecuados, así como con un órgano competente y un procedimiento de examen apropiado.
Esta base existe ya en la Constitución y, también en este caso, bastaría con ponerla en práctica con los ajustes que sean indispensables. Se trata de las disposiciones del artículo 19, 5), e), relativas a las obligaciones de los Miembros en relación con las medidas tomadas acerca de los convenios que no han ratificado, y del artículo 19, 6), d), referentes a las medidas que se han tomado para poner en ejecución las disposiciones de las recomendaciones, cuestión que se ha examinado más arriba. Tal como se desprende de las labores preparatorias de la Delegación de la Conferencia sobre Cuestiones Constitucionales y de su formulación explícita, esas disposiciones tienen un doble objetivo complementario: por una parte, evaluar el impacto de esos instrumentos en la legislación y la práctica de los Estados y, por otra parte, apreciar las deficiencias de los instrumentos que expliquen la razón por la cual no ha sido posible alcanzar el objetivo previsto (hay un número reducido de ratificaciones en el caso de los convenios y escasas repercusiones en la legislación, las prácticas o las políticas en el caso de las recomendaciones). Conviene destacar a este respecto que, en los primeros años de existencia de la OIT, esta apreciación crítica no tenía nada de irreverente, si bien se utilizaba otro procedimiento. Para comprobarlo basta con observar con qué rapidez la Conferencia corrigió los defectos de sus primeros instrumentos: Convenio sobre el trabajo nocturno (mujeres), adoptado en 1919 y revisado en 1934; Convenio sobre la indemnización por accidentes del trabajo, adoptado en 1925 y revisado en 1934; Convenio sobre la protección de los cargadores de muelle contra los accidentes, adoptado en 1929 y revisado en 1932; Convenio sobre las horas de trabajo (minas de carbón), adoptado en 1931 y revisado (sin mayor éxito) en 1935, etc.
Por diferentes razones, particularmente de orden práctico (el volumen de trabajo cada vez mayor que supone la supervisión de un número creciente de instrumentos), la aplicación de las disposiciones de este artículo se encauzó de manera diferente: se confió esa responsabilidad a la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones, que aceptó esa carga suplementaria de trabajo con reticencias. Esa actitud es más que comprensible puesto que la Comisión de Expertos cumple una función cuasijudicial de evaluación de la manera en que los Estados Miembros cumplen con sus obligaciones; su cometido no consiste realmente en pronunciarse sobre las imperfecciones o las insuficiencias de la labor legislativa de la Organización. Comoquiera que sea, la Comisión ha cumplido el cometido que se le había, así, encomendado por medio de los «estudios generales», fórmula que ya existía antes. Como su nombre lo indica, se trata de estudios esencialmente comparativos que revisten siempre gran interés, pero que no tienen por finalidad determinar el impacto jurídico, político y económico de las normas ni tampoco, llegado el caso, las imperfecciones o defectos que puedan explicar sus escasas repercusiones(41) . Es evidente que una evaluación del impacto que se propone exigiría recursos más importantes que los que se dedican actualmente a los estudios generales; supondría además la colaboración estrecha de los equipos descentralizados y una participación más activa y más considerable de las organizaciones de empleadores y de trabajadores; la importancia que reviste esta cuestión parecería justificar plenamente esos esfuerzos.
En caso de que podamos llegar a un acuerdo sobre esta ampliación de las memorias y del enfoque de los estudios generales, habrá que prever también un procedimiento apropiado para el examen crítico y multidisciplinario del resultado, así como el órgano que tendrá a su cargo esa tarea. Actualmente, los estudios generales se someten al examen de la Comisión de Aplicación de Normas, de la Conferencia, y su presentación al Consejo de Administración no es más que una simple formalidad. Ahora bien, aun cuando logre dedicar varias reuniones al examen de dichos estudios generales, la Comisión está demasiado ocupada con el cumplimiento de las tareas inherentes a su cometido de controlar la aplicación de las normas para poder consagrar el tiempo que sería necesario al análisis crítico de los instrumentos y de su impacto. Además, se le ha confiado un mandato específico que está determinado por el Reglamento de la Conferencia, por lo cual dista bastante del enfoque multidisciplinario previsto en este documento. Una vez más, esta idea no tiene nada de original: se ha venido planteando, con un enfoque similar aunque más limitado, desde el decenio de 1960 o incluso antes. Así, en la Memoria del Director General de 1964 se ponía de relieve que uno de los defectos «de que adolece el procedimiento actual de revisión es que ni la Conferencia ni el Consejo de Administración cuentan con un organismo permanente de revisión que pueda dedicarse, durante un período determinado, en forma continuada y sistemática a revisar los instrumentos existentes, sobre la base de una política general ampliamente aceptada. La Comisión de Reglamento y de Aplicación de Convenios y Recomendaciones del Consejo de Administración y la Comisión de Aplicación de Convenios y Recomendaciones de la Conferencia tienen competencia suficiente para llamar la atención sobre aquellos casos cuya revisión pueda ser conveniente, aunque la discusión de los pormenores concretos de dicha revisión queda algo al margen de su jurisdicción»(42) .
En su época, esas ideas suscitaron interés e incluso comenzaron a ponerse en práctica; el hecho de que no redundaran en una reforma duradera y de fondo se debe, tal vez, a que no plantearon el problema desde el punto de vista más amplio de una evaluación efectiva de las normas adoptadas. Para poder realizarse en el plano institucional es indispensable, en primer lugar, que la evaluación sistemática de esas normas se remita a los objetivos de los estudios previstos en el artículo 19 de la Constitución. En segundo lugar, habría que elegir el método más apropiado, que podría consistir quizá en examinar conjuntamente los instrumentos relativos a un mismo tema con el fin de sacar conclusiones de mayor alcance. Por último, esas evaluaciones deberían estar a cargo de un órgano que pudiese garantizar una cierta continuidad en cuanto a su enfoque y su manera de proceder para poder ponerlas en práctica de manera coherente y sistemática. Ese órgano debería ser en primera instancia el propio Consejo de Administración ya que, como órgano encargado de fijar el orden del día, debería poder apreciar el resultado de su propia selección de temas. Pero podría también estar constituido por una comisión permanente de la Conferencia. Estos párrafos no son evidentemente el lugar indicado para examinar de manera detallada las posibles modalidades de puesta en práctica de esos principios. En función de las reacciones favorables que lleguen a suscitar, me referiré nuevamente al tema mediante propuestas más concretas dirigidas al Consejo de Administración.
De todas estas reflexiones se desprenden claramente tres conclusiones.
La primera de ellas tiene que ver con las nuevas posibilidades de acción normativa resultantes de la mundialización de la economía. La primera parte de esta Memoria ha permitido poner de manifiesto que la mundialización plantea nuevas cuestiones de gran actualidad que pueden ser objeto de una acción normativa; la segunda confirma que la búsqueda de una mayor selectividad no es en modo alguno sinónimo de anorexia normativa, sino de búsqueda de un mayor impacto por medio de la planificación de nuevas actividades esenciales de seguimiento de las recomendaciones y de una auténtica función de evaluación de la labor normativa, tal como se indica en la última parte.
La segunda conclusión se refiere a los medios de acción. Se deduce, en efecto, de todo lo antedicho, que la OIT no necesita sobrepasar su marco institucional ni tampoco modificarlo para hacer frente a las nuevas tareas normativas que podrían corresponderle en la era de la mundialización. Para ello, le basta simplemente con utilizar de forma más juiciosa -- y más acorde con su objetivo inicial -- los medios de acción tan singulares de que dispone. Cabe señalar, en particular, que las conclusiones de la segunda parte de esta Memoria relativas al fortalecimiento -- en realidad al restablecimiento -- de las medidas de seguimiento de las recomendaciones podrían encontrar un nuevo y fértil campo de aplicación en las acciones destinadas a reactivar y encauzar los esfuerzos tendentes a acompañar la mundialización en el plano social. Una recomendación que fuera objeto de un seguimiento adecuado y periódico, a intervalos no muy distantes, podría constituir -- al menos al principio -- un marco adecuado para que la Organización pudiese afirmar de manera global y sintética su doctrina y sus responsabilidades en la materia.
La última conclusión se deriva de las anteriores: si hay un campo considerable para la actividad normativa y si la Organización no precisa efectuar complejas reformas constitucionales para emprenderla, no hace falta más que la voluntad política necesaria para actuar. Hay tres razones que me inducen a pensar que podemos contar con esa voluntad:
Esta Memoria se concluyó en su mayor parte antes de la última reunión del Consejo de Administración. Mirándolo bien, he considerado preferible publicarla en su forma actual en vez de tratar de completarla para tener en cuenta las discusiones celebradas durante esta reunión en la Comisión de Cuestiones Jurídicas y Normas Internacionales del Trabajo (LILS), así como en el Grupo de Trabajo sobre las Dimensiones Sociales de la Liberalización del Comercio Internacional.
Por una parte, los resultados muy alentadores de esos debates no me han parecido tener repercusiones en la validez de los análisis que contiene esta Memoria, sino más bien todo lo contrario.
Por otra parte, sería difícil tratar de analizar en esta etapa con mucho más detalle las ideas o propuestas que se presentan en la misma.
Esto es válido primeramente respecto del contenido de una eventual declaración relativa a los derechos fundamentales de que se ha ocupado la Comisión LILS. De momento, sólo dispongo de orientaciones relativamente limitadas y no siempre concordantes. Ahora bien, para alcanzar su objetivo esa declaración deberá reflejar el mayor consenso posible y su elaboración exigirá un trabajo particularmente metódico y meticuloso. Así, me ha parecido más adecuado, antes de examinar más a fondo este asunto, conocer las opiniones de todos nuestros mandantes en la Conferencia.
En cuanto al nuevo examen de los medios de acción de que dispone la OIT en la era de la mundialización, cuestión que fue evocada en el Grupo de Trabajo sobre las Dimensiones Sociales de la Liberalización del Comercio Internacional, la Memoria da ya un número bastante grande de pistas hasta ahora pasadas por alto o insuficientemente utilizadas: sin duda alguna, el problema que se plantea no es tanto imaginar nuevos medios de acción como contar con la voluntad política necesaria para explotar aquellos de que ya dispone plenamente la Organización.
Al publicar esta Memoria en su forma actual, albergo la esperanza de alentar desde ahora y de la forma más abierta que sea posible todo tipo de reflexiones, a fin de que puedan llegar a concretarse para la Conferencia y ofrecernos la base del amplio consenso que requiere la renovación de la actividad normativa de la OIT.
Como ya en 1946 indicó, a este respecto, la Delegación de la Conferencia sobre Cuestiones Constitucionales, «Ninguna Constitución puede regir con éxito, a menos que exista un acuerdo general sobre sus disposiciones fundamentales»(43) . Esta observación sigue siendo válida incluso si no se trata ahora de volver a escribir una nueva carta constitutiva, sino simplemente de descubrir de nuevo, frente al desafío de la mundialización, la pertinencia de los objetivos y la eficacia de los medios de acción de la Constitución de la OIT.
De acuerdo con el reglamento y la práctica en vigor, el Consejo de Administración decide en marzo cuál ha de ser el orden del día de la reunión de la Conferencia que tendrá lugar el mes de junio del segundo año consecutivo. El Consejo elige los temas basándose en un documento en el que se hace una reseña de la legislación y la práctica en determinadas esferas con la finalidad de presentar una visión general sobre los problemas que se podrían abordar en los instrumentos que pudieran adoptarse sobre los temas examinados (se trata pues, en realidad, del contenido posible de dichos instrumentos). Esta reseña es, de hecho, muy general y hay que reconocer que en la inmensa mayoría de los casos, el Consejo toma una decisión sin antes discutir el contenido de los instrumentos en que supuestamente han de abordarse los temas elegidos ni dar tampoco orientaciones precisas al respecto. Por ese motivo, es frecuente que, de conformidad con el artículo 39 del Reglamento de la Conferencia, la Oficina tenga que encargarse por sí sola de preparar un informe y un cuestionario que trazan ya de manera muy precisa la estructura y el alcance del instrumento. Tal responsabilidad forma parte obviamente de las funciones constitucionales de la Oficina. Es lamentable, sin embargo, que ésta no pueda disponer previamente de orientación acerca de los temas que se consideran esenciales. La idea del repertorio de propuestas a la que me referí anteriormente debería permitir que, al examinar la cuestión por segunda vez en su reunión de marzo, el Consejo de Administración pudiera dar orientaciones más específicas sobre un número más limitado de temas. Cuando se trate de materias de índole esencialmente técnica que hayan sido bien preparadas por la Oficina, este enfoque no debería plantear dificultades. En cambio, cuando se aborden cuestiones delicadas, como ocurrió en el caso del trabajo a domicilio, se corre el riesgo de que esta solución no sea suficiente.
Cabe señalar que el método de discusión basado en un cuestionario determina en gran medida la estructura que tendrá el texto. Dado que los destinatarios deben responder por separado a cada una de las preguntas, es difícil, de hecho, que puedan proponer una estructura diferente(44) . Los intentos por llegar a una solución aceptable a partir del texto de base mediante una incesante introducción de enmiendas pueden tener como resultado un texto incoherente, problema al que también se hace referencia en la Memoria de 1984 en los términos siguientes: «las enmiendas tienden a considerarse dentro del contexto de la disposición a que se refieren, sin que haya tiempo para examinar su posible impacto sobre el instrumento en conjunto»(45) (y menos aún, podría añadirse, sobre todo el cuerpo normativo).
Aun cuando este género de limitaciones son en cierta medida inherentes a todo proceso legislativo de tipo parlamentario, hay que reconocer no obstante que el sistema del cuestionario no hace sino acentuarlas. Pueden preverse diversas formas de solucionar este problema, que permitan preservar a la vez la coherencia y la viabilidad del texto del cual la oficina es responsable.
La primera de ellas consistiría en prever que antes de redactar el cuestionario se celebre una discusión preliminar con la finalidad específica de establecer orientaciones en ese sentido. Esto podría lograrse abordando previamente la cuestión en el marco de una conferencia técnica preparatoria o de una discusión general preparatoria, al término de la cual la Conferencia confirmaría la inscripción de dicha cuestión en el orden del día con miras a la adopción de nuevos instrumentos. Esta discusión general permitiría formular las orientaciones necesarias para redactar el cuestionario a partir de un esquema que figuraría en el informe (pero sin entrar en una discusión punto por punto y con enmiendas). Tal vez convendría también reflexionar sobre la posibilidad de que el Consejo participara en la preparación del cuestionario. En cualquier caso, el objetivo sería comprender mejor las necesidades de los mandantes poniendo a prueba la viabilidad del tema y conseguir, además, una mejora considerable de la calidad de los textos. Si bien el inconveniente de estas acciones sería sin duda que alargarían el proceso normativo, podrían reservarse para los casos más difíciles o inciertos (como el del trabajo a domicilio o en régimen de subcontratación), en que los debates en el Consejo de Administración no permiten formular orientaciones suficientemente claras o comunes a los tres Grupos.
Una variante de esta fórmula consistiría en modificar el Reglamento de tal forma que el esquema o la estructura del texto no queden determinados antes de la primera discusión, sino inmediatamente después. Esta solución equivaldría, de hecho, a considerar la segunda discusión como una «simple» discusión (si esta discusión preliminar no arrojase resultados concluyentes en cuanto a la viabilidad del instrumento o de los instrumentos previstos en la materia, la Conferencia tendría la posibilidad, como en el caso anterior, de no confirmar la inscripción del tema en el orden del día). La dificultad de esta solución reside en que no dejaría tiempo suficiente para elaborar el texto (por lo menos en caso de que la cuestión tuviera que tratarse en dos reuniones consecutivas, como ocurre normalmente). Habría que aplicar, entonces, un procedimiento acelerado como el previsto en el artículo 38, 4), del Reglamento de la Conferencia y, basándose en la primera discusión, preparar directamente un informe definitivo que contenga un proyecto de convenio o de recomendación. El problema del cuestionario se resolvería así por medio de su eliminación, solución que algunos podrían considerar demasiado radical.
Una última solución, menos radical, consistiría en reconsiderar la fórmula propiamente dicha del cuestionario. Esto implicaría la transformación del cuestionario y la adopción de un procedimiento más similar al que se utiliza en otros foros para la negociación de acuerdos internacionales. La concepción de otros instrumentos internacionales parte a menudo de un esquema de su posible contenido, que se completa durante la negociación con propuestas de texto. En la OIT, las propuestas se presentan siempre en forma de preguntas, lo que no permite visualizar claramente el futuro instrumento. Nada impediría entablar las negociaciones suscitando reacciones a determinadas propuestas de texto en lugar de plantear preguntas que deben luego convertirse en un proyecto de texto. Esto daría a los mandantes una idea inicial de los textos que podrían elaborarse y les brindaría al mismo tiempo la posibilidad de proponer otras formulaciones antes de la celebración de los debates en la Conferencia, sin perjuicio de las enmiendas que pudieran desear presentar en el transcurso de la reunión. Además, esto permitiría eliminar, entre otros problemas, las confusiones que suscita con frecuencia la utilización del modo condicional en las propuestas iniciales. Se podría también preparar el cuestionario de tal forma que permitiera acelerar el análisis de las respuestas; por ejemplo, se podrían incluir dos casillas debajo de cada propuesta para poder indicar en ellas la aceptación o el rechazo de las mismas, y dejar además espacio suficiente para formular otras propuestas. En las conclusiones redactadas por la Oficina se podrían tener en cuenta las sugerencias de los mandantes que concuerden con el planteamiento del instrumento propuesto, sin dejar de mencionar en el informe todas las sugerencias que se hayan hecho. Este enfoque podría contribuir a mejorar considerablemente la calidad de los instrumentos de la OIT.
El procedimiento de enmienda se deriva esencialmente de las disposiciones del artículo 63 del Reglamento de la Conferencia, a lo cual cabe agregar una abundante jurisprudencia inspirada a menudo en las prácticas parlamentarias nacionales, con las adaptaciones necesarias para tener en cuenta las condiciones restrictivas específicas en que la Conferencia debe realizar su labor, esto es, en particular el tiempo sumamente limitado de que dispone la comisión y el volumen generalmente muy importante de enmiendas. Este procedimiento acentúa la autoridad del presidente de la comisión, cuyas decisiones no pueden ser impugnadas, y recurre a la votación como método corriente para tomar decisiones. Con el fin, una vez más, de actuar con celeridad, la selección entre las enmiendas relativas a una misma disposición se efectúa en la forma más expeditiva posible: se somete a votación en primer lugar la enmienda que más se aparta del texto propuesto. Como resultado de esta forma de proceder, ocurre en general que el texto que al fin se elige es aquel que logra más rápidamente una mayoría de votos, aunque esta mayoría sea mínima. Ahora bien, con un método más empírico y más gradual, pero que requeriría más tiempo, sería posible encontrar una solución que contara con una aceptación mucho mayor.
Esas consideraciones un tanto técnicas nos ayudarán a apreciar correctamente el contexto en que pudo surgir y desarrollarse el sentimiento de frustración que ilustra de modo tan patente la decisión de no participar en la discusión adoptada por un grupo durante los debates de la Comisión del Trabajo a Domicilio celebrados en 1996. Es lamentable, sin embargo, que el descontento se manifestara, en ese caso, respecto de un determinado texto que la Conferencia debía examinar, tal como estaba previsto, en lugar de interrogarse acerca de las causas del problema. Es difícil, en efecto, remediar esta situación, así como las frustraciones que genera, sin eliminar los obstáculos que la provocan. A mi juicio, la solución más viable consistiría en celebrar la discusión general preparatoria a la que ya he hecho referencia; además, esto permitiría apreciar el alcance que podría tener un acuerdo previo en torno a un posible esbozo del instrumento. Valga señalar a este respecto que según el artículo 16, 3), de la Constitución, la decisión de confirmar la inscripción de una cuestión en el orden del día de la reunión siguiente o de una reunión posterior de la Conferencia debe ser tomada por una mayoría de dos tercios, lo cual ofrece de por sí cierta garantía de que no se inscribirá una cuestión que suscite fuerte oposición. Además, podría pensarse en reforzar esta garantía en el marco del Reglamento.
GUIA PARA LA CORRECTA REDACCION DE INSTRUMENTOS
La adopción por el Consejo de Administración de una guía para la correcta redacción de instrumentos (en la que se establezcan criterios respecto de cuestiones tales como la redacción de los preámbulos, la manera de referirse a otros instrumentos, la forma de evitar las reiteraciones entre un convenio y la recomendación que lo complementa o entre diferentes instrumentos o el papel de las cláusulas finales) contribuiría sin duda a evitar que la Conferencia adopte disposiciones cuyas posibilidades de aplicación práctica o su rigor jurídico son discutibles, o que presentan problemas de forma que comprometen la homogeneidad de los textos del cuerpo normativo de la Organización y cuya inclusión da lugar a largos y estériles debates en los comités de redacción.
Aunque las funciones y la composición de los comités de redacción están definidas en los artículos 6 y 59 del Reglamento de la Conferencia, reina cierta confusión a veces -- o incluso cierto recelo -- entre los delegados en cuanto a las funciones y el mandato de dichos comités. Los delegados tienen la legítima preocupación de mantener íntegramente los acuerdos a que se llega durante los debates en las comisiones. No obstante, esos acuerdos deben ser examinados por los comités de redacción en el contexto más amplio del cuerpo normativo que se ha ido elaborando en el transcurso de los años de conformidad con una serie de criterios de redacción destinados a preservar la coherencia de los instrumentos en su conjunto.
Incumbe, pues, a los comités de redacción conservar sustancialmente los resultados de las labores de las comisiones y, asimismo, examinarlos desde el punto de vista de su claridad y de su forma. Si la redacción de un texto resulta poco clara, debería ser posible remitirlo a la comisión técnica para que ésta proceda a una discusión más pormenorizada. En cuanto a la forma, la adopción y aplicación de una guía para la correcta redacción de instrumentos permitiría exponer desde un principio los criterios establecidos por la Oficina con respecto a la redacción de los instrumentos de la OIT, de manera que las comisiones técnicas de la Conferencia y los miembros de éstas que integren el comité de redacción podrían venir en conocimiento de dichos criterios antes de comenzar sus trabajos. De este modo, tendrían más tiempo para dedicarse a las labores propias de su cometido, tal como se define en el Reglamento.
El hecho de disponer de antemano de una guía que hiciera fe en la materia por haber sido aprobada por el Consejo de Administración permitiría ganar tiempo y poder concentrarse lo antes posible en el difícil trabajo de fondo al que deben hacer frente los delegados ante la Conferencia.
1 El empleo en el mundo 1996/97: Las políticas nacionales en la era de la mundialización, pág. 8: «En el caso de los países industrializados, ha habido un animado debate teórico en lo que atañe a la envergadura de los efectos sobre el empleo del comercio con países de salarios bajos. En conjunto, los datos empíricos parecen indicar que el comercio con países en desarrollo y el traslado al extranjero de industrias no es sino un factor menor en la explicación del aumento del desempleo y la disminución de los salarios de los trabajadores no calificados en esos países»; pág. 80: «Así pues, la mayoría de los autores suelen estar de acuerdo en que, si bien el comercio internacional ha contribuido en cierta medida a la desigualdad de los ingresos, no ha influido demasiado en el descenso de los salarios relativos de los trabajadores menos calificados.»
2 G. Soros: «Soros on Soros, Staying Ahead of the Curve» (El desafío del dinero) (Nueva York, John Wiley & Sons, Inc., 1995), pág. 196.
3 Traducido de E. B. Kapstein, «Workers and the World Economy» (Los trabajadores y la economía mundial), en Foreign Affairs (Nueva York), mayo-junio de 1996, pág. 32.
4 Varios Ministros de Comercio señalaron a este respecto en Singapur que las ventajas que se esperaba obtener con la liberalización del comercio tardaban a veces en manifestarse.
6 Naciones Unidas: Informe de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (documento A/CONF.166/9, 19 de abril de 1995), tercer compromiso, págs. 18 y 19.
7 Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos: Comercio, empleo y normas del trabajo, Estudio de los derechos fundamentales de los trabajadores y el comercio internacional. (El documento original no está publicado en español; puede verse, sin embargo, una traducción oficiosa de extractos del mismo en el anexo del documento GB.267/WP/SDL/2.)
8 Organización Mundial del Comercio: Declaración Ministerial de Singapur, (documento WT/MIN(96)/DEC, 18 de diciembre de 1996), párrafo 4.
9 Véanse infra las propuestas en este sentido que figuran en la sección D de la parte II («Necesidad de una evaluación general ex-post», págs. 67 y siguientes), así como las discusiones celebradas a comienzos de los años treinta respecto de las memorias sobre los convenios no ratificados, aun cuando el artículo 19 (artículo 408 del Tratado de Versalles) no preveía entonces ninguna obligación de presentar memorias sobre las razones de la falta de ratificación (véase Procès-verbaux de la 48 e session du Conseil d'administration du Bureau international du Travail, París, abril de 1930, págs. 398-401) (estas Actas no se han publicado en español).
10 Véase OIT: La libertad sindical, Recopilación de decisiones y principios del Comité de Libertad Sindical del Consejo de Administración de la OIT, cuarta edición (Ginebra, 1996).
12 Véase el texto íntegro del artículo 41 en Actas de las Sesiones, Conferencia Internacional del Trabajo, 29.a reunión, Montreal, 1946, págs. 563 y 564.
13 OIT: Informe de la Delegación de la Conferencia sobre Cuestiones Constitucionales respecto a la labor de su Primera Reunión, Oficina Internacional del Trabajo, Montreal, 1946, párrafo 23.
14 En este Convenio varios ejemplos ilustran el tipo de imperfecciones que convendría evitar, a los que volveré a referirme en la segunda parte de esta Memoria, como la prescripción relativa a la prevención y eliminación de la aglomeración excesiva en las zonas urbanas.
15 Véase la entrevista de Bagwati: Counsel from a trade Guru, Business Times, 8 de diciembre de 1996.
16 Este estancamiento no se ha percibido en algunos casos debido a las ratificaciones procedentes de los países que han surgido tras la fragmentación de la URSS, de la República Federativa Socialista de Yugoslavia o de Checoslovaquia. Así, de las aproximadamente 750 ratificaciones registradas entre 1992 y 1996, más de 500 corresponden a la confirmación por los nuevos Estados de la ratificación de los convenios aplicables en su territorio antes de adquirir la condición de Miembros de la Organización.
18 El artículo 10 se refiere únicamente a los «convenios internacionales».
19 La Conferencia, como órgano universal, puede influir directamente en la selección de los puntos del orden del día de carácter normativo y expresar opiniones al respecto (o, en todo caso, puede manifestar su desacuerdo suprimiendo un punto del orden del día). Hay que reconocer, no obstante, que el calendario que se sigue actualmente para fijar el orden del día, y que abarca el período comprendido entre noviembre y marzo, no es propicio para una intervención fructífera de su parte. Además, no queda claro cómo se podría organizar un debate coherente sobre este tema de no ser en el marco de una discusión previa sobre una propuesta determinada (véase más adelante).
20 OIT: Memoria del Director General, Parte I: Normas Internacionales del Trabajo, Conferencia Internacional del Trabajo, 70.a reunión, 1984, pág. 19.
21 A modo de ejemplo, véase el párrafo 26 de la Recomendación sobre la vivienda de los trabajadores, 1961 (núm. 115), o la parte V de la Recomendación sobre la utilización del tiempo libre, 1924 (núm. 21). Esta situación se aplica incluso a un convenio considerado con razón como prioritario, esto es, el Convenio núm. 122 (cuyas disposiciones requieren especialmente que los Estados que lo ratifiquen formulen y apliquen una política activa destinada a fomentar el pleno empleo, productivo y libremente elegido). Habida cuenta de la diversidad de diagnósticos y de escuelas de pensamiento en lo relativo a las causas del desempleo, es inevitable que el contenido de esta obligación siga ampliamente indeterminado desde el punto de vista jurídico. ¿En esas condiciones, cómo apreciar el impacto que dicha obligación pueda tener con respecto a la consecución del objetivo perseguido, es decir, la desaparición del desempleo? En ese sentido, basta con considerar la diversidad de los resultados obtenidos en materia de desempleo por los países que han ratificado este convenio para darse cuenta de que sus directivas no constituyen un factor de explicación suficiente. Para que un convenio de esta índole tuviese mayor utilidad práctica sería necesario que, de acuerdo con la filosofía en que se inspiró la Declaración de Filadelfia, se impusiera a los Estados que lo ratifiquen la obligación de adoptar una actitud coherente en los organismos internacionales que determinan las condiciones en las cuales podría aplicarse una política de empleo activa.
22 La creación del Grupo de Trabajo sobre política de revisión de normas en el marco de la Comisión de Cuestiones Jurídicas y Normas Internacionales del Trabajo fue decidida por el Consejo de Administración en su 262.a reunión (marzo-abril de 1995) como resultado de los debates que tuvieron lugar en la reunión de la Conferencia celebrada en 1994 sobre las normas internacionales del trabajo. Hasta ahora, ese Grupo se ha reunido cuatro veces en ocasión de las 264.a (noviembre de 1995), 265.a (marzo de 1996), 267.a (noviembre de 1996) y 268.a (marzo de 1997) reuniones del Consejo de Administración.
23 OIT: Memoria del Director General - Programa y estructura de la OIT, Conferencia Internacional del Trabajo, 48.a reunión, 1964, pág. 177.
26 Memoria del Director General, 1984, op. cit., pág. 17.
27 Tal es el sentido a contrario de una intervención de Albert Thomas en la 3.a reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo celebrada en 1921. Véase OIT: Compte rendu des travaux (Actas), vol. I, pág. 217 (ese texto no está publicado en español).
28 Véanse, por ejemplo, los Convenios núms. 1, 4, 5 y 6.
29 OIT: Compte rendu des travaux (Actas), 15.a reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo, Ginebra, 1931, vol. II, págs. 3 a 5 (publicadas solamente en inglés y francés).
30 Mediante ese mecanismo se establece un vínculo institucional entre la Conferencia, órgano al que incumbe la función normativa, y los parlamentos nacionales, de cuya decisión depende el efecto obligatorio de estos textos en los países interesados. La finalidad de la obligación de someter el convenio a las autoridades competentes es sin duda garantizar que los parlamentos puedan pronunciarse con conocimiento de causa sobre el curso que debe darse a los instrumentos adoptados por la OIT y llegar a una decisión al respecto, cualquiera que sea ésta. El control de esta obligación se ha convertido a lo largo de los años en un ejercicio formal, salvo muy raras excepciones. Es necesario pues restituir a esta obligación constitucional el sentido que tenía inicialmente: incitar a los Estados a ratificar o poner en práctica los instrumentos que han adoptado; prestar asistencia a los parlamentos; dar mayor difusión a las declaraciones o propuestas que acompañan la presentación de los documentos, etc. Este mecanismo no es aplicable en el caso de los convenios antiguos. Esta es una de las razones por las cuales, tras la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social, celebrada en Copenhague, solicité a los Estados que aún no lo habían hecho que indicaran sus intenciones en cuanto a la ratificación de los siete convenios fundamentales. Sin embargo, no creo que esta solución pueda aplicarse a otros instrumentos; se debe utilizar con carácter excepcional únicamente para los convenios fundamentales si no se quiere correr el riesgo de que pierda toda su eficacia.
31 OIT: Memoria del Director, Conferencia Internacional del Trabajo, 27.a reunión, París, 1945, pág. 165.
33 Esta es la razón por la cual la Delegación de la Conferencia sobre Cuestiones Constitucionales se esforzó en 1946 (con poco éxito) por terminar con la indebida ventaja competitiva de los países federales.
34 Véase el documento GB.267/LILS/WP/PRS/1 y el proyecto relativo al artículo 45 bis que se prevé insertar en el Reglamento de la Conferencia y que ésta deberá considerar este año en el marco de la propuesta de enmienda constitucional.
35 OIT: Cuestiones Constitucionales, Informe de la Delegación de la Conferencia sobre Cuestiones Constitucionales respecto a la labor de su Primera Reunión, Oficina Internacional del Trabajo, Montreal, 1946, párrafos 43 y 58.
36 Este mecanismo, que no tiene equivalente en otras organizaciones internacionales, ha permitido mantener informados a los responsables de tomar las decisiones sobre el curso que debe darse a los instrumentos adoptados por la Conferencia. Posiblemente, con el transcurso del tiempo o la perspectiva de una modificación de las funciones de los parlamentos, que son las autoridades competentes naturales, la obligación de someter el instrumento a las autoridades se haya considerado como una obligación formal. Ahora bien, los párrafos 5, c), y 6, c), del artículo 19 prevén que se deberán comunicar a la Oficina las decisiones que se adopten. Sería útil reflexionar sobre los medios de reactivar la obligación de someter los instrumentos a las autoridades, en consonancia con el memorándum adoptado por el Consejo de Administración a fin de restituir plenamente su sentido a esta obligación.
37 OIT: Cuestiones Constitucionales, op. cit., párrafo 74.
38 Memoria del Director General, 1964, op. cit., pág. 191.
40 Memoria del Director General, 1984, op. cit., pág. 21.
41 OIT: Informe de la Comisión de Expertos en materia de Aplicación de Convenios y Recomendaciones, Conferencia Internacional del Trabajo, 33.a reunión, Ginebra, 1950, Informe III (Parte IV), págs. 2 y 3, e Informe de la Comisión de Expertos en Aplicación de Convenios y Recomendaciones, Conferencia Internacional del Trabajo, 53.a reunión, 1969, Informe III (Parte 4), pág. 208.
42 Memoria del Director General, 1964, op. cit., pág. 178.
43 OIT: Cuestiones Constitucionales, op. cit., párrafo 12.
44 Esto ocurrió sin embargo hace varios años cuando, apenas iniciadas las labores de la CIT, una delegación propuso basar la discusión en otro texto. Se trataba concretamente de los debates sobre la revisión del convenio relativo a los trabajadores migrantes en la 32.a reunión de la Conferencia Internacional del Trabajo celebrada en 1949. Véanse Actas de la Conferencia Internacional del Trabajo, Ginebra, 1949, págs. 565 y siguientes.
45 Memoria del Director General, 1984, op. cit., pág. 21.
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